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Columna
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Vísperas electorales

Todas las elecciones suscitan dilemas e interrogantes. Podría decirse que las dudas del ciudadano son síntomas de la salud democrática ante una cita cuya virtualidad está precisamente en su potencialidad de cambio. Las de mañana también plantean preguntas, aunque lo hacen de forma un tanto paradójica, ya que lo único que se ha presentado a la opinión pública como inalterable ha sido el vaticinio de las encuestas, que dibujan un giro hacia la derecha inapelable en el conjunto de España y una consolidación del PP de Francisco Camps en la Generalitat Valenciana, mientras las protestas por una democracia real copan los titulares y la investigación judicial del caso Gürtel acumula entropía.

Hablemos del movimiento del 15 de mayo, que congrega a cientos de jóvenes tan indignados con la falta de expectativas laborales y vitales como críticos hacia las deficiencias o limitaciones del modelo político y su desgaste. De momento, en sus actos y sus proclamas hay tan buena intención como pocas novedades reivindicativas. El elemento que ha catalizado las sentadas, acampadas y manifestaciones no es otro, por ahora, que la cita electoral. Votar en blanco o abstenerse, dilucidar hasta qué punto es perjudicial el sistema actual de listas cerradas o cómo se pueden implantar mecanismos directos de participación ocupan una buena parte de los debates en las plazas. El tono general antipartidista de la movilización, a pocos días de las elecciones, la dota de tanto atractivo como fragilidad. ¿Sobrevivirá el movimiento al 22 de mayo? Y si lo hace, ¿qué pasará cuando haya que comprometer eventualmente los deseos al tratar de plasmarlos en conquistas? Son dilemas tan democráticos como los que suscitan los comicios a los ciudadanos. De ahí que en algunos sectores de izquierda se haya recibido la irrupción de la protesta con cierta desazón, marcado como está el escenario por la amenaza grave de una pasada a fondo hacia la derecha y el conservadurismo. Al movimiento por una democracia real, en fin, le falta una bandera, algo tangible que pueda considerar un día una conquista, y le sobran efectos disuasorios.

Por lo que se refiere al espectáculo de la corrupción política (fenómeno, por cierto, que forma parte pero no destaca en las demandas de regeneración de los jóvenes indignados), los interrogantes ya no se centran en el futuro judicial de Camps y otros dirigentes del PP valenciano, que se presenta oscuro, muy oscuro, sino en cómo se resolverá el conflicto institucional que su depuración de responsabilidades ante la ley desencadenará en la Generalitat y en las Cortes Valencianas. Hay quien cree que Rajoy propiciará una salida airosa de Camps tras las elecciones para sustituirlo por otro líder, pero el comportamiento del jefe del Consell y de su equipo repleto de implicados sugiere más bien que las instituciones valencianas se van a convertir en rehenes de los problemas de sus dirigentes. No es un buen panorama para un tiempo que reclama rigor y reformas enérgicas.

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