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Columna
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Festival del sonrojo

La música popular pasa por momentos poco brillantes, la verdad. Muchos músicos las están pasando canutas. No hace falta más que darse una vuelta cualquier domingo por El Retiro, donde a veces intérpretes excelentes sobreviven con la calderilla que les echan algunos paseantes. Sin embargo, ahí sigue erre que erre el casposo Festival de Eurovisión, donde casi todo está pasable en incluso pretencioso con aires de gran acontecimiento en sus decorados y en su engañoso empaque. Lo único que falla es lo más importante: las canciones y la mayoría de sus intérpretes. Entre todo ello se consigue dar una imagen patética y hortera de Europa.

¿Por qué sigue martirizando todos los años ese inútil Festival? Es un misterio insondable que permanezca en activo un evento totalmente prescindible en cuyo haber puede que haya, como mucho, tres o cuatro canciones potables desde que se instituyó en 1956.

El quid de la cuestión es bien sencillo: ¿quién elige a esos intérpretes y esas deplorables canciones? Los responsables se escudan en que son los internautas los que deciden. Eso es una falacia, porque a la gente se le da a elegir entre dos o tres temas, a cual más sonrojante. Todo suena al año de la polca, por muchos arreglos y mucha fanfarria con que se arrope cada composición, por mucha vestimenta barroca con que aparezcan los intérpretes.

Sería mucho más lógico que acudieran a representar a sus respectivos países los números uno de cada nación. Es seguro, por otra parte, que sería un gran espectáculo si sólo acudieran a representar a Europa los mejores grupos y solistas de Madrid, Barcelona o Sevilla. O los de Londres, Roma, Berlín, París o Lisboa, por poner solo algunos ejemplos.

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