La desigualdad y sus eufemismos
Según pública confesión, el principal leitmotiv que esgrimirá Esperanza Aguirre en su campaña por la reelección a la presidencia de la comunidad madrileña será "educación, educación y educación". Una prioridad que la lideresa cifra sobre todo en su ya famoso "bachiller de excelencia", destinado a incentivar con fondos públicos la desigualdad educativa agravando la distancia que separa el rendimiento de los alumnos más aptos (aptitud que depende de su origen familiar según el informe PISA) frente a los más desfavorecidos: ese infamante 30% de fracaso escolar que nos sitúa en el último lugar de la comparación internacional.
Y es que en esta materia también podría parafrasearse el expresivo título de una comedia española: ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? Pues bien, de igual modo: ¿por qué lo llaman excelencia cuando quieren decir desigualdad? Excelencia o cualquier otro de los eufemismos que permiten camuflar un concepto de por sí negativo, como el de desigualdad, para hacerlo pasar por otro aparentemente positivo: excelencia, exigencia, mérito, esfuerzo, calidad, rendimiento, competitividad, etcétera. Pero aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Quiero decir que subvencionar con fondos públicos la excelencia educativa, si no se actúa también en el otro extremo de la distribución de rendimientos escolares, implica incrementar la desigualdad. Que es quizá el programa oculto que pretende desarrollar toda política liberal.
La búsqueda de la 'excelencia' educativa es una fórmula que no lleva nada dentro
El populismo neonacionalista ha hecho bandera del racismo xenófobo
Ahora bien, esta estrategia incentivadora de la desigualdad no es privativa de la política educativa del Partido Popular, pues también la aplican las demás formaciones que se han dejado influir por la hegemonía liberal, y lo hacen además no solo en el ámbito educativo, sino en todas las demás esferas de la política pública.
Veamos solo algunos ejemplos. Recién llegado al poder, el nacionalismo catalán ha hecho dos cosas: reducir la presión tributaria sobre las rentas más altas y, al mismo tiempo, recortar el gasto público invertido en educación y sanidad. Todo ello, con el pretexto del control del déficit pero con el seguro efecto de incrementar la desigualdad social.
Y el Gobierno socialista no hace algo distinto, cuando invierte recursos en fomentar la calidad de la enseñanza superior con la excusa de la competitividad (campus de excelencia, proyecto Bolonia, etcétera), de la que después se lucrarán sus beneficiarios privados por mileuristas que sean, mientras abandona a su suerte cuando no recorta el gasto de la educación obligatoria, que queda dividida en dos redes: una elitista concertada o privada y otra pública donde se segregan las clases excluidas y marginadas.Y en el campo de la sanidad y los servicios sociales sucede lo mismo, pues siempre hay presupuestos disponibles para subvencionar la medicina de calidad (trasplantes, por ejemplo), donde alcanzamos niveles de excelencia internacional, mientras se abandonan a su suerte los primeros niveles de atención primaria, con gravísimo déficit en medicina de familia, servicios de urgencias, asistencia domiciliaria y número de plazas hospitalarias o geriátricas.
De ahí que también aquí aparezca la segregación en dos redes, una pública masificada y otra privada que suple las carencias de aquella. Una apuesta por la desigualdad que tampoco se limita a la política pública, pues en la economía privada sucede otro tanto. Con la coartada de evitar la deslocalización de los profesionales más cualificados, no se duda en recompensar con emolumentos estratosféricos e incentivos selectivos (bonus, stock options, pensiones de jubilación, blindajes de despido, etcétera) a los mismos expertos presuntamente competentes cuyos juegos de competitividad financiera han arruinado al capitalismo productivo, generando millones de desempleados. Una vez más, rampante crecimiento de la desigualdad social y económica con el pretexto de primar e incentivar la competitividad privada.
Pero más allá de la esfera económica, en la sociedad civil ocurre lo mismo, pues en paralelo al ascenso de una reducida minoría de superricos se agrava el declive de las clases medias, así como la proliferación de guetos segregados donde se hacinan los enclaves de inmigrantes y las bolsas de pobreza urbana, víctimas de la exclusión social. Un exorbitante incremento de la desigualdad privada que lejos de merecer la protección social de los poderes públicos solo despierta el reflejo opuesto: radicales recortes del Estado de bienestar y represión punitiva por parte de las autoridades, que no dudan en perseguir a los excluidos con campañas estigmatizadoras y deportaciones en masa.
A todo lo cual se añade el ascenso por toda Europa del populismo neonacionalista, que ha hecho bandera del racismo xenófobo con gran éxito de público y de audiencia.
Y debe recordarse que, a diferencia del fascismo de entreguerras, este populismo no es antiliberal, sino que procede precisamente de los partidos liberales. Lo cual viene a demostrar que el actual liberalismo ha convertido el viejo lema de la revolución burguesa ("libertad, igualdad y fraternidad") en otro nuevo eslogan revelador del espíritu de nuestra época: libertad, desigualdad y competitividad.
Como resulta notorio y recordó hace algún tiempo Norberto Bobbio, la principal frontera ideológica entre derecha e izquierda es precisamente la actitud ante la igualdad social y económica: la izquierda apuesta por garantizar la igualdad de oportunidades mientras la derecha opta por favorecer la desigualdad de retribuciones como palanca de creación de riqueza. Y si la izquierda está hoy en caída libre en toda Europa es precisamente porque ha sucumbido a la hegemonía cultural de la derecha, cuya dominación simbólica ha impuesto el dogma ideológico de aceptar mayor desigualdad a cambio de competitividad.
Pero esto es una falacia, pues la desigualdad no genera riqueza. Por el contrario, como señalaba Emilio Ontiveros en un artículo reciente (La desigualdad no es rentable, El País Negocios, 1-5-2011), el crecimiento de la desigualdad solo genera desconfianza y endeudamiento, siendo la causa última de la Gran Recesión actual.
Y por lo que respecta a la ecuación "desigualdad=competi-tividad", tampoco es cierta. Los países más competitivos son los nórdicos, con Suecia a la cabeza (ranking del World Economic Forum 2011). Pero, al mismo tiempo, los más igualitarios también son los nórdicos, con la misma Suecia en cabeza (según el ranking de la CIA). En cambio, las sociedades más desiguales son precisamente las anglosajonas, con Estados Unidos en cabeza.
Una desigualdad que no depende tanto de razones geográficas o culturales como del modelo de capitalismo (financiero o productivo), del credo ideológico (liberal o socialdemócrata) y, sobre todo, del tipo de sistema político. En efecto, los sistemas electorales proporcionales y multipartidistas, donde el poder se reparte entre todos, son los más igualitarios. Y, en cambio, los mayoritarios y bipartidistas de tipo Westminster, donde todo el poder es para el ganador, son los más desiguales.
Esto explica la desigualdad de nuestro país, cuyo sistema es oficialmente proporcional pero en la práctica mayoritario. Pero si las causas de la desigualdad son discutibles, sus efectos no lo son, pues como demuestra el imprescindible libro de Wilkinson y Pickett (Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Turner, 2009), su crecimiento genera profundo malestar colectivo en la medida en que multiplica con creces todos los problemas sociales.
Algo en lo que convendría pensar a la hora de elegir a las autoridades locales, de quienes depende precisamente el fiel de la balanza entre igualdad y desigualdad social.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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