El tabú
Etnólogos y antropólogos definen un tabú (de la palabra polinesia tapu, prohibido) como aquella conducta o actividad que, dentro de un determinado grupo humano, está prohibida por razones mágicas, por motivos no justificados o injustificables. Es decir, un tabú no deriva de un temor positivo, ni tampoco de una imposibilidad práctica o racional, aunque violarlo es considerado como una falta imperdonable por el grupo que lo ha impuesto a sus miembros. Y las sanciones que cabe esperar en tal caso no se inscriben en el ámbito de un código o de una ley, sino que se sitúan en el terreno de las desgracias físicas o psíquicas, en la esfera de los "castigos divinos".
Y bien, no me digan que no es admirable cómo encaja la definición científica de tabú con el comportamiento que los 25 diputados del PSC en el Congreso volvieron a exhibir el pasado martes, cuando el miedo irracional a desmarcarse del PSOE los llevó a votar contra la moción que exigía al Gobierno central el pago, este mismo año, de los 1.450 millones del fondo de competitividad. Lo hicieron con perjuicio para los intereses electorales de su partido, que se juega tanto el próximo día 22. Lo hicieron enfrentándose a sus aliados naturales de Esquerra e Iniciativa. Lo hicieron en flagrante contradicción con aquello que sus senadores habían votado dos semanas antes en la Cámara alta. Pero lo hicieron, porque así son los tabúes: se acatan, por muy inexplicables o absurdos que resulten.
El PSC debe mostrar que no teme entrar en contradicción con el PSOE y que, de hacerlo, no desatará ningún cataclismo
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Es decir, ¿de qué modo se ha construido ese tabú en virtud del cual los diputados del socialismo catalán en la Carrera de San Jerónimo creen que deben votar -siempre y en cualquier circunstancia- igual que los del PSOE, porque en caso contrario se desplomaría sobre ellos la bóveda celeste? Después de que la resaca del tejerazo se llevase por delante al grupo Socialistes de Catalunya, es fácil intuir que la pronta llegada de Felipe González al poder justificó un cierre de filas: lo prioritario desde 1982 era darle al primer Gobierno socialista español en medio siglo una base parlamentaria lo más sólida posible; además, un PSC reducido aquí a la oposición tenía en Madrid sus bazas y sus prioridades..., de manera que la recuperación del grupo propio fue pospuesta ad calendas graecas y la férrea disciplina territorial dentro del grupo parlamentario socialista se fue convirtiendo, de un bien, en un tabú.
Han pasado lustros y décadas; tanto el PSOE como el PSC han paladeado el poder y la oposición; los vínculos psicológicos y políticos Cataluña-España ha sufrido cambios tal vez irreversibles. Pero el tabú de la unidad de voto entre PSOE y PSC en el Congreso, lejos de difuminarse, se ha ido haciendo más grande y más sagrado. Desde 2003, ciertos socialistas catalanes apuntaron la posibilidad, incluso la conveniencia, de votar distinto alguna vez, en algún tema menor, para sentar un precedente y marcar perfil propio..., pero no ha habido forma de hallar ni el tema ni el momento oportunos. Lo cual, naturalmente, ha ido magnificando la importancia del asunto, y atrayendo sobre él las maniobras tácticas de los rivales, fascinados por la posibilidad de empujar al PSC a la violación del tabú.
Así las cosas, opino que desactivar esta interdicción, liberarse de ese tabú, es para el PSC una necesidad imperativa y urgente. No para complacer a sus adversarios, no para redimirse de sospecha alguna de traición a Cataluña, pero sí para demostrar, en la inminente nueva etapa del partido, que éste es de verdad soberano, que posee unas prioridades políticas propias, que no le asusta entrar en contradicción con las del PSOE y que tal eventualidad no desataría ningún cataclismo, menos aún tal como va a quedar el PSOE tras el 22-M. O eso, o seguir confiando en que las contorsiones dialécticas del señor Daniel Fernández convenzan a algún no convencido.
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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