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Columna
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Máscaras y abstenciones

A 10 días de las elecciones municipales y autonómicas se diría que ni los candidatos ni los partidos a los que representan han aprendido nada de tantas lecciones anteriores: pegadita de carteles, mitines, mucha sonrisa y una confianza en la victoria final que comparten todos los candidatos en una creencia común en la que sin duda alguien anda equivocado. Así, que José Blanco asegure dando pataditas en el suelo que el adversario puede celebrar las encuestas porque ellos están destinados a celebrar la victoria es lo más parecido a un surrealista entusiasmo gallego de segunda mano. Mariano Rajoy lo tiene más claro. Ha dejado que los socialistas acumulasen error tras error para llegar descansado a una cita prólogo, como si se tratara de las pruebas libres antes de iniciar en serio el recorrido de la fórmula 1.

No es ya que la democracia esté cambiando muy rápidamente como expresión legítima de la opinión de los ciudadanos, sino que los partidos en liza, y sus representantes, ni siquiera se lo huelen. De manera que asistimos a una hastiada representación escénica que huele a cadáver y en cuyo repertorio de ceremonias el ciudadano rara vez encuentra razones suficientes para orientar el sentido de su voto, si es que se decide a ejercer ese derecho. La persistencia en convertir una campaña electoral en un callejero repertorio de clases presenciales está condenada al fracaso, ya que los asistentes, por lo común, ya están matriculados, y hasta vacunados, en la mayoría de los casos.

Más que en la profecía que se cumple a sí misma, nos encontramos en el tedio del territorio que juega con el automatismo de la reiteración infinita. Un territorio al que los fieles a su credo político todavía acuden en campo abierto, acaso subyugados por el viaje en autobús y el bocadillo, pero que visto en la televisión tiene el desalentador efecto de cambiar de canal inmediatamente, como ocurre exactamente con la publicidad. Porque ¿qué otra cosa que publicidad más autosatisfecha que encubierta son los espacios televisivos dedicados a la autopropaganda electoral? Unos espacios en todo previsibles, como los de las muchachas semidesnudas que anuncian colonias de marca entre gemidos ininteligibles o los de automóviles que parecen anunciar cualquier cosa (el campo, montañas, castillos, etc.) en lugar de un vehículo de cuatro ruedas.

No es de extrañar que ese enmascaramiento (o embellecimiento interesado y corporativo) de lo real se resuma, para el presunto consumidor, en la devastadora idea de que tampoco es para tanto, que Camps es poco más que un saurio campanudo y bien vestido, que la Cospedal se parece cada vez más a una Elena Francis más irritada, que González Pons profiere auténticas barbaridades con su sonrisa de frecuencia modulada o que, en fin, para qué, dejémoslo estar.

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