18 días que conmovieron al mundo
El martes culminé aliviado los 18 días en que mi vida ha girado en torno al Barça y el Madrid. Entiéndanme, no es que mis ocupaciones habituales hubieran quedado aparcadas durante todo este tiempo, pero sí que, sin ser yo consciente, fueron organizándose con estricto arreglo al horario de los encuentros: tal es el grado de la enfermedad que me corroe.
Hasta donde he podido, no me he complicado la vida. Tres de los cuatro encuentros los vi en casa, a buen recaudo, acompañado por mi mujer y por alguno de los cuatro chicos. Los únicos problemas a los que tuve que hacer frente fueron los habituales, derivados de mi minusvalía tecnológica y de la nula autoridad ante las mascotas domésticas que me caracteriza. Me tengo, en efecto, por uno de los últimos oyentes de Joaquim Maria Puyal que consiguió entender qué tecla del mando había que pulsar para escucharle sincronizadamente con las imágenes, pese a que él llevaba meses dando instrucciones al respecto. Además, descubrí que esa opción solo estaba disponible cuando la retransmisión corría a cargo de TV-3, no así con las de La 1 y Canal +, en las que había que volver al acreditado sistema artesanal de alternar el audio televisivo con el radiofónico, sirviéndome de un transistor del Pleistoceno. Por lo que respecta a la cuestión zoológica, les aclararé que mi familia incluye a Gilda, una perrita d'atura ya mayor que, tan pronto como oye la voz de Puyal, entra en un estado de nerviosismo creciente que estalla con el júbilo del primer gol y el impepinable petardo del vecino. A partir de ahí, las amenazas de encerrarla en el patio se suceden tan agresivas como ineficaces, pues el animal no solo no abandonará en ningún momento la sala de estar, sino que no depondrá su actitud hasta la rueda de prensa de Guardiola, mano de santo para calmar al más exaltado.
En el MOMA puedes acercarte a centímetros de los cuadros y sacar fotos sin que nadie te diga nada
Pero los problemas serios me los busqué el día de la final de la Copa del Rey en Mestalla. Habíamos decidido pasar la Semana Santa en Nueva York (sin la perrita, que esos días descansaba de nosotros en el Vallès Oriental). Ni que decir tiene que previamente Francesc Peirón, corresponsal de La Vanguardia y buen amigo, nos había señalado un par de sitios donde podríamos ver el match. Aquella mañana fría y gris la habíamos dedicado al Museo de Arte Moderno, donde la larga cola de entrada se había visto ampliamente recompensada por el espléndido y desacralizado baño de arte que reserva el interior: puedes acercarte a los pollocks, rothkos y warhols a distancia de centímetros para ver el trazo del artista y hasta sacar fotografías sin que nadie te diga nada, algo inédito en la cada vez más vieja Europa. La visión de Las señoritas de Avinyó me emocionó tanto como me devolvió a mi ciudad, y con ella a las cuitas futboleras. Era hora de salir del museo y buscarse la vida, pues además de ver el partido se trataba de comer. Siendo una tropa de seis, la cosa tenía su logística.
Decidimos dividirnos. El equipo júnior cogió el metro en dirección al SoHo, concretamente al bar Mercat de la calle de Spring, que, según Peirón, congregaba a las más recientes huestes culés de la ciudad. El equipo sénior tomó un taxi en la misma dirección, por comodidad, pero también por una elemental norma de prudencia: caso de que el Mercat estuviera lleno, siempre podríamos pedirle al taxista que nos acercara a la peña clásica del Nevada Smith, en la Tercera entre las calles 11 y 12, en pleno Lower East Side. Cosas ambas que ocurrieron, con el agravante de que en el Nevada, donde sirven bebidas alcohólicas, los porteros pedían el carnet de identidad e impedían el acceso a los menores (dos de los chicos lo eran). ¿Nos íbamos a quedar sin partido? Tranquilos, esto es Nueva York. Un catalán que guardaba cola ante el Nevada nos indicó un pub irlandés en la misma Tercera, 200 metros más arriba. En el None, que así se llamaba, servían pintas de cerveza y whiskys a los parroquianos que a esa hora seguían el Chelsea-Birmingham sin pedir papeles. Además, se mostraron en seguida dispuestos a acondicionar una sala interior para los seguidores del clásico español, que íbamos en aumento hasta alcanzar la treintena. ¿Y comer? No, el None sólo expendía bebidas, pero no tenía inconveniente, y hasta recomendaba, a que fueras a por unas pizzas y unas ensaladas al puesto de comidas de la esquina. ¿No es maravilloso?
A la salida, dimos un paseo por Union Square, donde recientemente se ha instalado una estatua plateada de Andy Warhol, obra de Rob Pritt, a las puertas del Village, y luego fuimos a ver caer la tarde sobre el Hudson desde el parque del Upper West Manhattan, a la altura de la calle 85, elegante antiguo barrio judío.
Por cierto, en Mestalla perdimos. Y qué. La vida es bella.
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