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Elecciones municipales
Columna
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'Mouricipales'

Si pillan (o graban) a alguno, no es cierto; y si lo es, ya se verá si era o no ilegal

"Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros". No quisiera incurrir en la trampa de considerar el pasado como un territorio feliz, pero si lo hizo hace siglos el autor de esta frase, Cicerón, se incurre. "El alcalde urbanista", se promovía el candidato de UCD a la alcaldía coruñesa Joaquín López Menéndez en las primeras elecciones municipales de la democracia, aquella época en la que, como me confesaba una aguda correligionaria suya, "éramos tan ingenuos que hasta para contratar una secretaria hacíamos una oposición de verdad". López Menéndez hizo en realidad de Juan el Bautista, el precursor del verdadero "urbanista" que llegó después para quedarse, pero salvo por esa secuela involuntaria, no me digan que no es conmovedor un político que se candidata a alcalde con sus conocimientos profesionales como promesa electoral.

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Sobre todo en estos tiempos en que, como ya sabemos, pero apuraremos hasta las heces a partir de mañana, lo que se decide el día 22 en unas elecciones municipales será si superamos los cinco millones de parados o apostamos por el pleno empleo, tronzamos el idilio de Zapatero con ETA o si la tarjeta a Pepe fue justa o una conspiración de la Unicef. No es nada nuevo. Sin necesidad de remontarnos a los tiempos de Cicerón, ya en la última campaña de Fraga el ganador fue Carod- Rovira, si reparamos en el enemigo que citaba en sus mítines con más asiduidad el perdedor. Ahora, la promesa electoral que en el fondo hace el BNG es "ustedes ya saben quiénes somos y lo que hay". La subliminal del PSOE es "virgencita, que me quede como estoy". La del PP, además de arreglar el paro y vaporizar a ETA y a cualquiera que pretenda presentarse en unas listas y tenga las letras tx en su apellido (sobre lo de Pepe ya se pronunciará en campaña), es la regeneración.

O eso al menos dijo Rajoy en su feudo pontevedrés, como dirían los cronistas clásicos que desconozcan el histórico de resultados electorales en la ciudad. Creo que lo dijo, pero no lo puedo asegurar porque lo desmentía la foto del acto. Con la misma paradójica inconsciencia con la que Zapatero inauguró sus primeras municipales prometiendo en A Coruña una política social de vivienda, Rajoy se fotografiaba en Pontevedra con un candidato-socio de una empresa que exigía a ciudadanos pagar hasta 30.000 euros de más, y en dinero negro, por la vivienda de protección oficial que les había correspondido. Los protectores del candidato han argumentado en su defensa que el expediente sancionador por el que la Xunta obligó a la empresa a devolver 1,23 millones de euros a 62 afectados lo inició el Gobierno bipartito (con lo que el mensaje debe de ser que al actual no le parecen mal estas prácticas) y que el sancionado es un emprendedor que crea riqueza (algo que ya demostró el propio expediente). Quizás en la campaña por la alcaldía pontevedresa se use como argumento a favor que las víctimas eran viguesas.

Sobre quienes se pueden presentar o no, Esperanza Aguirre ha sentado una doble teoría exculpatoria: cuando el candidato ha sido condenado por tonterías o cuando no se ha enriquecido. Las dos exculparían de sobra al alcalde de Arzúa, condenado por incumplir una sentencia que ordenaba derribar un piso ilegal permitido por un antecesor, pero de la segunda no zafarían ni el candidato pontevedrés ni los imputados -y pese a ello candidatos- en los ayuntamientos de la Costa da Morte. Pero en realidad, Aguirre y los demás sabemos que la única regla realmente existente es la resultante de aplicar la doctrina Mourinho a la política. Norma uno: todo vale con tal de ganar (en el interior de Ourense hay especialistas de los que podría aprender hasta Pepe). Norma dos: si después de hacerlas pillan (o graban) a alguno, no es cierto, o lo será, pero la culpa es de otro; o tampoco, pero ya se verá si era ilegal o no. Norma tres: si aun así no ganas, la victoria ajena no vale, porque se ha decidido o se decidirá en los despachos.

Las consecuencias en la ciudadanía de esta doctrina electoral son, por una parte, el descrédito injustamente generalizado de la clase política (como se lamentaba Nietzsche: "Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti") y la confirmación de aquella tesis de Bernard Shaw de que la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos.

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