A contraviento
La música sonaba en todo lo que cogía, dando lo mismo una lata de cerveza que la chapa de un Seat 127. Con sólo tabalear los dedos sobre el capó, obraba el pase de magia y una abundancia de ritmos y acentos gitanos recorrían el coche. Cuando no había un 127 a mano, ni lata de cerveza, ni nada parecido, entonces tocaba las palmas y se soltaba a bailar con una alegría de esas que contagian al más triste. Si nadie jaleaba su impulso, tampoco tenía importancia. Para eso ya estaba él, para bailar con su sombra y en el último molinete jalearse a sí mismo, diciéndose: "Ese Ray".
Ya va para veinte años que Ray Heredia dejó plantada la semilla de lo que se denominó nuevo flamenco. Lo hizo con la rebeldía sonora del que sabe que va a perdurar para los restos. El resultado fue un disco significativo, Quien no corre, vuela, un trabajo que mantiene el íntimo equilibrio entre la canción romántica mediterránea, con su pellizco latino, y el espíritu gitano del Rastro de Madrid con su cosa flamenca. Pero lejos de las etiquetas, Quien no corre, vuela es el disco de un músico que no creía en las fronteras y que se burlaba de los inspectores de aduanas cada vez que pretendían catalogar el contenido de su equipaje. Aunque los almanaques hayan pasado y ahora se cumplan veinte años de su publicación, Quien no corre, vuela sigue deslumbrando como un tesoro recién descubierto, como si el humo de los tiempos no hubiese conseguido emborronar ninguno de sus resplandores. Fue el disco de un artista de raza, de un chaval que saltó a las calles cuando en Madrid empezaban a florecer las primeras crestas de la movida. En aquel ambiente nunca se conformó con ser un secundario y pelearía con su sombra por estar siempre a la vanguardia. Sin ir más lejos, llegó a actuar en el Rockola con el grupo Sonakay, brillando en caló ante un público rematado con tachuelas y que bailaba a empujones, como si no supiese bailar. Eran los tiempos del bote de Colón y, por entonces, Ray Heredia ya se movía a contraviento. En uno de aquellos remolinos forma el grupo Ketama, junto a José Soto y Juan Carmona. Lo que viene después ya es historia.
Porque desde aquella actuación en el Rockola hasta la última, ocurrida en una sala del barrio de Argüelles, en Madrid, Ray Heredia fue abriendo ventanas al flamenco, aireándolo, encontrando la manera de no dejarlo "góticamente" atascado, como él decía. Sin duda alguna, era el más adelantado de todos, el que siempre lograba ver más allá que cualquier otro. La prueba es su disco en solitario, abundante en matices y simetrías, y donde Ray Heredia canta y toca lo que le viene en gana, demostrando que un objeto no es cualquier cosa, sino algo que se conquista, como por ejemplo una lata de cerveza que, después de haber sido bebida, él va y utiliza como percusión para uno de los cortes.
Montero Glez (Madrid, 1965) es autor de Pistola y cuchillo (El Aleph. Barcelona, 2010. 128 páginas. 18 euros). http://gentedigital.es/comunidad/monteroglez. www.monteroglez.com.
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