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Columna
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Perfume de talego

Nunca podré saber lo que pensaban esas voces tremendas que daban "vivas" a Sagardui, el preso más antiguo de ETA, cuando salía de la cárcel tras 31 años de reclusión. No sé si era el pensamiento de la alegría o de la cobardía. Supongo que no pensaban en los motivos que llevaron a Sagardui a la cárcel, ni en el tiempo quemado por aquel muchacho que entró poco después de su mayoría de edad y salió en edad de prejubilación si es que hubiera cotizado a la Seguridad Social en vez de a la inseguridad social, a la vida en vez de a la muerte. Por un momento, me vinieron a la cabeza aquellos tiempos de la amnistía tras la reforma política, cuando cada noche salían algunos presos de la cárcel y, más que presos libres, eran pasos a lo que se presuponía, desgraciadamente de forma errónea, el paso definitivo a la paz.

Siempre he tenido la sensación de que los amigos de Sagardui celebran por igual la entrada en la cárcel de un preso que su salida. Es lo mismo. El perfume del talego es igual de fuerte para ellos, tan abrasivo, que acaba restando valor al olor de la piel humana, una vez revestida por esa pátina de inconsciencia o de maldad o de fundamentalismo o de perversión -que sigan los psiquiatras-. Para muchos de ellos, la entrada de un preso en la cárcel es como el resultado de un deber cumplido y la salida, aunque sea media vida después, viene a ser como la recompensa a su inhumano (sic) esfuerzo.

Poco importa que ese prejubilado haya segado tantas vidas que casi ha segado la suya propia. Los psiquiatras han estudiado el miedo a la libertad de algunos presos tras largas estancias en la cárcel. Hay reacciones muy contradictorias, aunque los presos fundamentalistas siempre tienen la posibilidad de agarrarse a esa estrella que está en su imaginación y que les convierte en principitos de una vida no vivida. No seré yo quien analice las sensaciones de Sagardui, ni la de los familiares de sus victimas. Me preocupan ahora las impresiones de sus jaleadores. Los que huelen el perfume del talego y les huele a rosas, y les encanta, y les transmuta a un paraíso de cuatro paredes que jamás querrían visitar.

Cuando Sagardui entró en la cárcel en 1980 ni el Athletic ni la Real habían ganado la Liga, ni Felipe González las elecciones, ni las había perdido, ni las había ganado Aznar, ni Zapatero, ni el mundo de Batasuna había redactado unos 254.456 comunicados analíticos, ni Madoff era un tipo muy conocido, ni nadie soñaba con que un negro estuviese en la Casa Blanca. Y suma y sigue. Y suma y sigue. Sagardui ha quemado la vida en la cárcel. Otros la quemaron definitivamente por el fuego de sus balas. Ha sido juzgado y condenado. La democracia ha cumplido su cometido. El perfume del talego impregna a muchos presos de ETA. A algunos les marea hasta dejarles sin pensamiento. A otros les ha abierto los ojos. Lástima que no ocurriera mucho antes, cuando ellos y sus víctimas estaban vivos.

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