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Columna
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El violín de Kurosawa

Vicente Molina Foix

La expresión "el violín de Ingres" es una de las más recónditas del refranero cultural. Hay quienes la usan sin saber bien quién fue Ingres, y sabiendo aún menos qué pinta en ella el violín. La frase presenta además una incomodidad notoria para los españoles, que nadie que la haya pronunciado aunque solo sea una vez puede olvidar. Cuando alguien entre nosotros pronuncia el Ingres como se escribe, hay peligro de que algún refinado, por no decir algún francés que pase por allí en ese momento, se parta de risa al oírlo, ya que la pronunciación correcta del apellido de Ingres es "angre", con una e final apenas emitida. Demasiado pedante para el habla coloquial, que tiende a encontrar ridícula la exactitud fonética, por justa que sea. Tuvo en ese sentido cierto renombre hace años un profesor valenciano de literatura inglesa, hoy desvanecido tras la creación de un instituto o consorcio shakesperiano, quien, llevado de su prurito, llamaba a Shakespeare, con la boca llena, "sépia", inculcando a sus alumnos la aberración.

En las dos plantas que ocupa la exposición, los 'kurosawas' no son, por así decirlo, obras exentas

No sabríamos nada del violín de Ingres de no haber sido Ingres uno de los más extraordinarios pintores del siglo XIX, y está claro que tampoco se habría montado la interesante exposición La mirada del samurái, abierta hasta el 12 de junio en el Museo ABC de la calle de Amaniel, si las acuarelas y pasteles de Akira Kurosawa fueran el único arte producido por el gran cineasta. Ingres y Kurosawa sabían perfectamente cuál era su talento primordial, si bien ambos tardaron en decidirse; el francés estudió en el conservatorio y empezó a tocar el segundo violín en la legendaria orquesta del Capitolio de Toulouse, que aún existe, y cuando dejó esa práctica profesional para entregarse a la de pintar, la música siguió siendo para él un compartimiento cerrado pero central. Gounod, que le trató en Roma, contó en sus memorias cómo algunas noches Ingres y él acababan sus chácharas tocando juntos una sonata de Beethoven, Gounod sentado al piano, Ingres con su famoso violín sacado de la funda y hoy expuesto en el museo que lleva su nombre en Montauban.

Kurosawa también estudió bellas artes y quiso ser pintor, hasta que descubrió en 1936, a los 26 años, que el cine le cuadraba mejor a su temperamento; la historia le ha dado la razón con creces, por mucho que sus primeras películas no tuvieran, con una excepción o dos, especial relieve. Todo cambió a partir de 1951 con Rashomon, y no voy aquí a abrumarles a ustedes con la retahíla de obras maestras que este hombre felizmente longevo (murió en 1998) ha dejado. Aunque tiene otras que han merecido más premios y más devoción, para mí solo el haber realizado El trono de sangre, Dersu Uzala y Ran le sitúan en lo más alto del cielo del cine.

No es sorprendente que los cineastas tengan veleidades plásticas; Stanley Kubrick fue un excelente fotógrafo, y Carlos Saura lo sigue siendo, aparte de tener una gracia especial para el dibujo. Tampoco es raro que otros, como Eisenstein, Fellini o más recientemente el polaco Jerzy Skolimowski se tomen vacaciones cinematográficas, voluntarias o forzosas, dándole al pincel. El último de los citados, que aún sigue pintando y exponiendo sus lienzos por medio mundo, tiene por cierto una nueva y extraordinaria película, Essential killing, que se ha podido ver fuera de concurso en el reciente festival de cine de Las Palmas y esperamos ver pronto en los cines españoles; acaba de ser estrenada en Francia, en Gran Bretaña, en Canadá y otros países, con gran repercusión.

El Museo ABC, un centro de arte con especial dedicación al dibujo y la ilustración, ocupa un nuevo edificio muy bien encajado entre las nobles construcciones de ladrillo visto que abundan y le dan carácter a la zona de Conde Duque donde está ubicado. Allí, en las dos plantas que ocupa la exposición, los kurosawas no son, por así decirlo, obras exentas. Hay un punto de vista original y una mano inspirada, pero todos los trabajos expuestos tienen relación subsidiaria con el cine, siendo los dibujos preparatorios (o a veces soñados) de sus películas. El colorido estalla siempre vigorosamente, como lo hacía en la película antepenúltima del maestro, Los sueños de Akira Kurosawa (1989), en realidad una glosa o un homenaje a la pintura, especialmente en el episodio en que Martin Scorsese interpretaba a Vincent van Gogh. En la exposición madrileña, sin embargo, lo que más apasiona son las láminas relacionadas con sus dos grandes películas Kagemusha. La sombra del guerrero y Ran; los dibujos posteriores resultan, en comparación, amanerados. También en ello hay una justicia cinematográfica, por encima de la pictórica, pues los dos últimos trabajos como director de Kurosawa perdieron la agudeza de la mirada única del samurái.

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