El ingrediente criollo
Comprender el desarrollo de un partido de fútbol argentino puede resultar trabajoso para un espectador con el ojo habituado al fútbol europeo. Si bien Europa y Sudamérica contienen cada uno decenas de diversas formas de sentir e interpretar el juego, existen razones para validar la generalización si lo hacemos a través de las potencias representativas.
En el fútbol español, por ejemplo, las etapas de un partido resultan relativamente fáciles de percibir desde un enfoque estratégico. Dentro de las distintas interpretaciones que cada equipo hace del juego e intenta expresar en el campo, se logran distinguir rasgos que, en general, permiten leer sus intenciones iniciales más allá de las virtudes o limitaciones para llevarlas a cabo.
Desde las divisiones inferiores del fútbol argentino se alienta el individualismo del jugador
Incluso desde el acotado ángulo de visión de una transmisión televisada se logra advertir la disposición táctica de los equipos en las distintas fases de un partido. Se adivinan las intenciones en la circulación de la pelota y se hace manifiesta la determinación en los repliegues o en la presión. También se distingue sin mayor esfuerzo si existe una búsqueda deliberada de velocidad o de pausa en las transiciones.
Todos estos elementos, en mayor o menor medida, rigen el comportamiento de los equipos y le otorgan cierto orden general al juego. La posibilidad de percibir los contrastes y poder individualizar, con cierta frecuencia, los detalles que perfilan el pensamiento colectivo, nos sumerge de lleno en un plano más profundo del juego sin necesidad de esforzar la mirada.
Una percepción de previsibilidad reafirma a los espectadores en su conocimiento y que facilita y evidencia el trabajo del entrenador. Los partidos suelen poder explicarse más allá de las contingencias puntuales o los devaneos del azar.
Menos metódicas son, en general, las conclusiones que derivan de la observación de un partido de fútbol argentino. No es que no existan en él todas las pretensiones que hacen a la estrategia o a la táctica sino que estas son más vagas.
Arriesgaré algunos motivos. El estado de algunos campos de juego delimita formas de expresión. La costumbre de jugar con el césped seco no ayuda a aquellos equipos que intentan ser fluidos y hace inevitable un desarrollo más lento y trabado, donde se hace más frecuente que las buenas intenciones se diluyan entre el exceso físico o el uso reiterado de alternativas menos elegantes como la aérea.
Otra razón puede ser la manera de valorar las aptitudes futbolísticas en los procesos formativos, que refleja nuestra forma de ver el fútbol. Desde las divisiones inferiores, el criterio de medida de la técnica individual apunta, por encima de otros, a la capacidad de trasladar y gambetear. Una medición basada en características individuales más que en criterios de asociación. El resultado es una visión más individualista del juego.
No estoy hablando de egoísmo, ya que el coraje y la lealtad con el grupo son elementos que definen fuertemente al futbolista argentino, sino más bien una propensión a intentar resolver los problemas por cuenta propia. Una particular y arraigada visión de heroicidad que no advierte con precisión el valor de la interpretación conjunta y que se refleja en la forma en que los argentinos entendemos el fútbol y la vida. La puesta en práctica de las ideas grupales se vislumbra, así, de manera más interrumpida y los partidos suelen fluctuar entre lo emocional y lo coyuntural. El desarrollo de las fases del juego es menos previsible. Los vaivenes anímicos o jugadas aisladas suelen explicar con frecuencia los resultados de los partidos.
Claro que no todo lo explica la idiosincrasia o los niveles de humedad del pasto: los mejores jugadores sudamericanos emigran jóvenes al fútbol europeo. Allí, cuando a esa habilidad innata estimulada en todo el periodo de crecimiento se agrega la visión, más estratégica, del fútbol europeo, los futbolistas alcanzan su madurez y aportan lo mejor de sí mismos. Curiosamente, los más destacados y requeridos, son los gambeteadores irreverentes. Aquellos que solo pudieron formarse en un ecosistema que los contuviera y alentara en su individualismo. Capacidad que difícilmente hubieran potenciado en un proceso formativo con conceptos distintos, donde primara la valoración de los elementos técnicos que hacen a la función colectiva. Estos futbolistas se transforman en elementos clave a la hora de fracturar toda la ortodoxia táctica del fútbol moderno.
Dejan a su vez, con su marcha, un espacio que la continua exportación nunca permite llenar. Al este del charco, los entrenadores viven cubriendo súbitas ausencias y rara vez disponen del tiempo necesario para delinear sólidas tareas grupales.
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