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Columna
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La confesión

Manuel Rivas

Íbamos viento en popa, a toda vela, y empieza a notarse la zozobra. Tengo que hablar con Mariano. Él es muy guiado, y lo están desquiciando. Lo están sacando de su frame natural, del sofá chaisse longue. Y lo empujan al fragor diario, aplaudiéndole una sola estrategia en el discurso: el uso de la artillería.

Fui su profesor de inglés, pero en la intimidad hablábamos de fútbol en castellano y también algo de política en catalán. Dijo: "Tú habla despacio, como el logopeda de Jorge VI". Creo que me tenía ley desde que le comenté: "El único discurso que te debe preocupar, Mariano, es el de la toma de posesión. Todo lo que digas desde ahora debe ser un ensayo de ese momento. No hables para los tuyos, habla para la nación, etcétera, etcétera". Le gustó. Había una intermitencia inteligente en su mirada. Así que añadí: "Para ganar, tienes que ganarte el centro. Esa es la batalla. Lo saben bien Mourinho y Guardiola". Me pidió consejo: "¿Y qué crees tú que tengo que hacer para ganar el centro?". Le fui sincero: "Permanecer en la chaisse longue". Por su reacción, un leve estiramiento, noté que la respuesta le agradaba. Y entonces me atreví a ir un poco más allá: "No permitas, Mariano, que los corruptos corrompan al pueblo".

Permaneció callado eso que llamamos un "instante interminable". De repente, frunció el ceño: "¡A lo nuestro! ¿En qué estábamos?". Me ahorré la ironía de repetir My taylor is rich.

En la clase siguiente lo vi muy tenso. Había participado en un acto con Aznar. De forma nada velada, su exjefe y tutor le reprochó blandura. Me pidió que le recordase la frase de Estanislao Figueras. Y lo hice: "¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!". Respondió: "It's right". Le recomendé que le pidiese a Trillo un ejemplar subrayado de Ricardo III. Y ya no volvió a llamarme.

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