Muerte de un hámster
Somos uno menos en la familia: ha fallecido el hámster.
Quisiera poder decir que los años y la muerte periódica de mascotas me han endurecido para afrontar ese tipo de trances, pero las circunstancias de la desaparición de Robespierre han sido atroces, y mira que han muerto bichos en casa, y de mala manera.
El pequeño roborowski (tenemos una debilidad por ese tipo de hámsteres díscolos e inmanejables) llegó a nuestro hogar rodeado de parabienes. Aunque yo sabía por experiencia que comprar un hámster es como adquirir un replicante: vienen con fecha de caducidad. Antes o después, más bien antes, pero siempre en un periodo de tiempo desazonadoramente corto, dos añitos y medio de promedio de no mediar accidentes o el gato, te los encuentras con la pata estirada y sin haber tenido tiempo de recitarte lo de "he visto naves arder más allá de Orión" (perspectiva cósmica que, por otra parte, es poco probable desde la jaula, aunque la dejes junto a la ventana).
Falleció 'Robespierre' sin dolor ni dramatismo, pero a su cuerpo le esperaba un raro destino
Así que, consciente de que llegaría lo peor y a mí me correspondería, como siempre, hacer de servicio de pompas fúnebres, traté de no intimar demasiado con el roedor. Pero, ¡ay!, no es fácil en esta vida poner barreras a la amistad, aunque sea hirsuta, y al poco, fatalmente, Robespierre y yo, dos seres tan diferentes en lo esencial, habíamos congeniado.
Los meses pasaron volando. Y un día llegó lo que tenía que llegar: "Papi, el hámster está enfermo". Levanté la vista del libro con las peripecias de Sasha Siemel, el aventurero lituano que cazaba jaguares con lanza en el Mato Grosso, y observé que, ciertamente, Robespierre no tenía muy buen aspecto. De hecho, tenía un aspecto horrible: un ojo se le había hinchado tanto que parecía a punto de explotar y el otro lo tenía cerrado. "Vienen curvas", me dije, volviendo ceñudamente a mi lectura.
Mis hijas acordaron que había que llevarlo al veterinario y que, mira tú por dónde, me correspondía a mí hacerlo. Di largas diagnosticando con mucho convencimiento una infección de ojos pasajera. ¡Como voy a llevar el hámster al oculista si ni siquiera tengo un rato libre para pasar la ITV! Es la lógica fatal de la vida moderna.
Como siempre que pensamos que el tiempo resolverá las cosas, el asunto fue a peor. Trataba de ignorar la calamidad que se desarrollaba tras los barrotes, pero la presión psicológica se hacía insoportable, más aún porque en casa me hacían cenar solo junto a la jaula y Robespierre estaba ahí, indefectiblemente, con el ojo cada vez más hinchado, lanzando una mirada de minicíclope sobre mi sopa.
Lo que ocurrió poco después fue espantoso: al hámster le reventó el ojo. Como lo oyen, literalmente, gore. Daba angustia mirarlo. La viva imagen de Edipo. Llamé a urgencias veterinarias, ahora sí. Me dijeron que seguramente era un tumor, algo habitual en los hámsteres enanos de edad provecta, que lo llevara y acabarían con sus penurias por un módico precio. Miré a Robespierre y dudé. Parecía animado, si exceptuamos lo del ojo, claro. Mordisqueaba una pipa y, como si me leyera los pensamientos, salió corriendo y se puso a dar vueltas en la rueda como diciendo "mira qué sano que estoy". Como no me cuesta aplazar las decisiones, decidí dejarnos un margen. Pareció sonreír. A ver, le podría poner un parche en el ojo como Moshé Dayan. Si le hubieran aplicado a Dayan el mismo criterio riguroso, me dije, Israel no habría ganado la Guerra de los Seis Días.
Entramos en una fase de mayor acercamiento, el roedor y yo. Consciente de los beneficios del apoyo psicológico, mejoré la calidad de las pipas y le leí a Robespierre, que me escuchaba atentamente con cara de entre Homero y Borges, fragmentos de la Bhagavad Gita. "¿A qué viene este abatimiento, oh Arjuna, en esta hora de la verdad? Los hombres bravos no conocen la desesperación, pues con ella no se ganan el cielo ni la tierra". Tres días después, el hámster estaba muerto.
Falleció Robespierre sin dolor ni dramatismo. Lo cogió mi hija pequeña con dos dedos y me lo puso en la palma de la mano con silencioso reproche. Me fui a ver la tele mientras todos se iban a dormir con moderada pesadumbre. Meditaba un plan retorcido. Estoy harto de enterrar mascotas en el vecino parque Güell: un día me cogerán y además ahora han puesto vallas. Así que, cuando se hizo el silencio, encendí un radiador, puse el cuerpecillo encima y cuando estuvo calentito me lo llevé al terrario de la serpiente. Como me tengo que encargar yo de su alimentación, la pobre pasa hambre. La ITV, etcétera. Le suelo comprar ratoncitos, pero se me escapan en el trabajo y la lío parda. Bastantes problemas hay ya en el diario. Introduje el cadáver de Robespierre con unas pinzas largas de barbacoa. La serpiente dudó un instante: lo reconocería como de la familia y sospecharía, además, que estaba caducado (solo come presas vivas). Pero enseguida se abalanzó sobre el finado hámster y se lo zampó. Esperé a ver si lo regurgitaba: me hubiera sido difícil explicar a mis hijas cómo el hámster muerto había llegado al terrario. Experimenté luego sentimientos enfrentados. Había sido una impecable lección de economía doméstica y aprovechamiento racional de los recursos. Por otra parte, no había nada de indecoroso en mi acción. Es sabido que los tupinambas, celebrados caníbales, al preguntárseles dónde estaban las tumbas de sus familiares, se señalaban respetuosamente la tripa. Una muerte de roedor servía para asegurar una vida de reptil. Punto. Naturaleza en estado puro. Nada reprochable. Pero la verdad es que me sentía fatal. El hecho desnudo es que había arrojado el cuerpecillo de mi amigo Robespierre a la serpiente. ¿Quería decir eso que habría sido capaz de hacer lo mismo con, por ejemplo, Evelio Puig, y ni te digo con el agaporni? ¿Me estaba convirtiendo en un monstruo? "Con sus acciones un hombre llega al final de su determinación", dicen los Upanishads, "como sus obras, así se vuelve".
Recuerdo sin cesar lo que hice. Y aumenta mi remordimiento.
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