_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Democracia judicial

Fernando Vallespín

Cien personas de las que concurren a las elecciones el próximo 22-M están imputadas judicialmente, entre ellas buena parte de los que aparecen en la trama Gürtel. Se abre el juicio a Garzón por prevaricación en el caso de las presuntas escuchas ilegales. El Tribunal Constitucional está pendiente de emitir su sentencia sobre la legalización de Sortu después de haberse pronunciado al respecto la Sala Especial del Tribunal Supremo. Previamente le compitió también al Tribunal Constitucional pronunciarse sobre el Estatuto de Cataluña en una de sus sentencias más controvertidas. Podríamos seguir así mencionando una buena ristra de casos de los últimos meses, y la impresión que de forma más o menos consciente se va abriendo paso es que son los jueces y magistrados los que acaban resolviendo nuestros principales conflictos políticos. Desde la organización territorial del Estado, pasando por la memoria histórica, hasta los más intrincados vericuetos de la corrupción.

Las presiones sobre los jueces no son más que el reconocimiento explícito de su poder político

Se dirá que esto es lo que ocurre en un Estado de derecho y que ahí reside su grandeza. Los jueces actúan en él como guardianes de la legalidad, y no tienen más remedio que intervenir cuando se les reclama o cuando aprecian de oficio algún delito. Pero el hecho es que este juicio complaciente se desvanece cuando observamos que el ya casi inevitable protagonismo político de la judicatura acaba provocando una deslegitimación del sistema como un todo. La "judicialización de la política", como bien sabemos, tiene como corolario lógico la "politización de la justicia". Su protagonismo en la solución de casos políticos disputados ha acabado por imputar a nuestros guardianes de la legalidad prácticas que casan mal con su supuesta función. Sus sentencias suelen ser leídas al final más por adscripciones ideológicas que por su estricta congruencia jurídica. Lejos, pues, de resolver las disputas políticas desde la racionalidad del Estado de derecho, muchas veces solo contribuyen a aumentar el encono. Ya no hay jueces sin más, sin adjetivos, sino "jueces progresistas", "jueces conservadores", etc. El caso Garzón, con su plétora de dimensiones en cada una de sus causas, sería el ejemplo más claro de este síndrome.

Es obvio que la politización funciona en las dos direcciones. Los jueces son también cada vez más conscientes de su papel político; no siempre se quedan en la mera aplicación de la ley, y muchas veces gozan de una creatividad interpretativa que trasciende dicha función. Y las presiones sobre ellos, como bien observara Rafael del Águila, no son más que el reconocimiento explícito de su poder político efectivo. Pero resulta que este es un poder que en gran medida les ha sido trasladado por la propia clase política. Porque, no nos engañemos, en gran cantidad de casos, su intervención no es más que el resultado de una dejación que aquella hace de funciones que en rigor le deberían corresponder. En una democracia adversativa como la nuestra, caracterizada por la alergia a los grandes pactos, la tentación de delegar las disputas políticas en decisiones judiciales es constante. En las grandes cuestiones apelando a los recursos ante el Tribunal Constitucional, como viene haciendo el PP cada vez que pierde alguna votación sobre asuntos que considera fundamentales. O esperando a que las acusaciones por corrupción se resuelvan judicialmente en vez de actuar el propio partido apartando a los imputados. Esto último no solo contribuiría a aliviar la presencia pública de la actividad judicial; también trasladaría a la ciudadanía la imagen de que el interés del partido está por debajo de ciertos requerimientos de ética pública y que no cabe una "absolución democrática" de las imputaciones judiciales, como tantas veces se ha intentado.

Con todo, esta politización de la justicia tiene el gran inconveniente de cuestionar la "verdad judicial", esa forma convencional de resolver a efectos prácticos el insoluble pluralismo de las "opiniones". Como se vio con la sentencia sobre el 11-M u otras de gran relevancia política, parece que ya no hay sentencias firmes, con capacidad para pronunciarse de forma definitiva sobre una determinada realidad. Toda sentencia carga sobre sí el sambenito del interés político partidista. La función de establecer hechos y responsabilidades, aunque vinculante, sigue sin ser definitivamente dilucidada. No hay forma de zanjar lo que es real por la vía judicial. Siempre sigue siendo cuestionado. Y la algarabía de las opiniones reina libre sin encontrar un punto de reposo. Como ocurre en el espacio mediático, donde la realidad es filtrada (casi) siempre desde alguna perspectiva de parte, la constante traslación de conflictos políticos al espacio judicial ha acabado ya (casi) por hacer indistinguibles las fronteras entre política y derecho.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_