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Columna
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Fair play

La retórica que hacía del deporte un modelo para niños y adolescentes se está derrumbando en los últimos años. En ciclismo, atletismo, fútbol o natación, los casos de dopaje se repiten y la sociedad arruga la nariz donde antes se admiraba.

Tras la demolición de valores que trascendieran la apariencia, la ética visual de la cirugía, el pecho neumático o la moral de la ortopedia, hemos sido incapaces de establecer modelos alternativos de conducta ejemplar. Pero al menos nos quedaba el heroísmo light, la épica dominguera del deporte. Era como decir, bueno, ya no hay santos, ni soldados, ni grandes descubridores, pero al menos hay jugadores de ping-pong. Expropiados los referentes históricos, denunciado el afán de superación, la voluntad de mejorar o la capacidad de sacrificio, extirpado el imperativo de no pronunciar jamás la palabra derecho sin pronunciar después la palabra compromiso, parecía que algo de los antiguos valores sobrevivía en el circuito, el estadio o la pista de atletismo.

Algo de eso había en la admiración que inspiraba el deportista de élite: renuncia, sacrificio, sometimiento a un fin superior. Siquiera por vergüenza ajena, Occidente aún mantenía un modelo al que emular: el deportista. El deportista mantenía un objetivo de superación: robar centésimas al cronómetro o centímetros al foso de arena. Y en una sociedad como la nuestra, tener un objetivo, incluso ese tan raro, ya era en sí mismo un ejercicio de dignidad estética y moral. El deporte exigía una consagración. Y el éxito se acompañaba por la fuerza de voluntad que imponen los entrenamientos, los horarios o, en fin, la dieta. Allí donde los jóvenes no duermen en todo el fin de semana, el desayuno de zumo de frutas de un velocista se parece a la abstinencia de un caballero templario o al autocontrol de un samurái.

Pero los sucesivos escándalos en el mundo del deporte han cambiado las cosas: corren en bolsas clandestinas ríos de sangre oxigenada, se trafica con anabolizantes, se redistribuyen píldoras y polvos. Todo adquiere el aire opaco, clandestino, vicioso, del trapicheo. Antes el deporte se relacionaba con el esfuerzo personal y el sacrificio. Ahora esto se desploma: está más cerca del trasiego de sustancias prohibidas. El deporte aspiraba a convertirse en un ritual purificador, pero las noticias que llegan del ciclismo, del atletismo, lo remiten a las costumbres más corruptas. Cuando a las fascinantes gimnastas de los países del Este les retrasaban artificialmente la menstruación pensábamos que aquello era consecuencia del paraíso socialista, pero estábamos equivocados: era la prefiguración de la competencia sin reglas, la presión que comportan el dinero y el negocio, la tramposa competición de nuestro tiempo, donde ganar es lo único importante y no el estilo con que uno emprenda la tarea, cualquiera que esta sea.

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