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Columna
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Tragedia y política

Fernando Vallespín

La Moncloa no es Elsinor, el castillo real de Dinamarca en el que transcurre la obra de Hamlet. Pero -como decía ayer Patxo Unzueta- parece que acoge en su interior a un personaje no menos cargado de dudas existenciales. Dimitir o no dimitir, esa es la cuestión. Y, en su caso, ¿cómo y cuándo y a favor de quién? No son asuntos menores. Lo que está en juego es nada más y nada menos que el futuro político de la izquierda en España. O así al menos parece entenderlo nuestro irresoluto presidente. Es posible imaginárselo incluso declamando algún soliloquio shakespeariano por los pasillos monclovitas: "La vida -política, añadimos- no es sino una sombra pasajera, un mal actor que se pavonea y que teme su hora sobre el escenario" (Macbeth).

El presidente se ha movido más por patriotismo que por consideraciones de partido. Pero no del todo

Las dudas que lo paralizan no son atribuibles, sin embargo, a la melancolía o a la incapacidad para actuar que aquejaba al triste príncipe danés. Su origen hay que buscarlo en la propia acción del presidente, en el inconsciente desvelamiento público de sus posibles planes de futuro. A partir de ahí, como le ocurriera a Hamlet con la aparición del fantasma de su padre, se puso en marcha toda esa constelación de acontecimientos y especulaciones que tienen a la vida política española pendiente de una decisión.

Es posible que todo este cúmulo de vacilaciones tuviera su origen en otra indecisión, en no haber actuado con presteza al presentarse los primeros síntomas de la crisis. Este sí que es el fantasma. A partir de ahí, al no haber aprovechado la ocasión para actuar cuando correspondía, se achicó el espacio de la política para toda la legislatura. Ya no hubo tiempo para ajustar las políticas de salida de la crisis a los intereses electorales. La necesidad de atender a una situación de emergencia económica con proyección continental aniquiló el margen para empujar la nave en la dirección buscada. Desde entonces el presidente ha priorizado la recuperación económica a su destino político personal. Y se ha movido más por un sentimiento de deber patriótico-social que por consideraciones de partido. Pero no del todo. De ahí su actitud dubitativa. ¿Cómo conciliar las necesidades objetivas de estabilidad política a los inmediatos requerimientos electorales de los suyos?

Conviene dejar claro, antes de nada, que toda no-decisión equivale en política a una decisión, a la decisión de no decidir. Y que, a estos efectos, las apariencias siempre se identifican con la realidad. No se puede excluir que el presidente supiera ya desde hace tiempo qué es lo que va a hacer, pero la imagen que transmite es la del irresoluto hamletiano al que antes aludíamos. La construcción de la realidad no está en sus manos, la van tejiendo los medios de comunicación. Y estos han creado ya un escenario en el que se representa un drama con tintes shakespearianos. Un presidente indeciso y un partido en el que las luchas por el poder le impiden seguir el guión que ha diseñado para sí, el de político responsable con la carga de sacar el país adelante. Como a todo héroe trágico, la tupida red de las circunstancias que lo atrapan acaba por imposibilitarle una salida y lo arroja a un destino ciego.

Sí, hay mucho de tragedia en la política. Que se lo digan a Schröder, cuya Agenda 2010, que propició una serie de recortes sociales, le costó el gobierno al partido socialdemócrata. Aunque ahora sea Angela Merkel la que se beneficie de aquellas audaces medidas. A Zapatero puede ocurrirle algo similar, que sea recordado en el futuro como quien puso en marcha la recuperación económica en unos momentos en los que parecía ya una sombra política pasajera. Visto desde hoy, seguramente sea lo que todos deseamos que ocurra. No por él necesariamente, sino por el bienestar del país. La audiencia de este drama, los ciudadanos-espectadores, no estamos para contemplar representaciones de intrigas por el poder. Queremos soluciones a los problemas del país y que el partido en el Gobierno siga siendo fuerte para mantener la estabilidad del sistema político español.

Aristóteles decía que no hay drama si los espectadores de la función no consiguen empatizar con el héroe, simpatizar con las desventuras del protagonista. Simplemente porque en ellas se refleja su misma condición. Todos sabemos, sin embargo, que hace tiempo ya que no acabamos de conectar con la política. Esta es la verdadera tragedia. La vemos como un mero espectáculo externo, cuando en realidad somos sus verdaderos intérpretes; todo cuanto allí acontece afecta a nuestras propias vidas. Al final todos somos Hamlet. Que lo sepa el público y el actor principal.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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