'The Wall' y las lamentaciones
Roger Waters ofreció en el Palau Sant Jordi un concierto ampuloso que fió la espectacularidad al tamaño
El punk orilló a Roger Waters. El excomponente de Pink Floyd lo patentó ayer noche al desplegar en el Sant Jordi un espectáculo de proporciones ciclópeas que fundamentó su atractivo en el descomunal tamaño del muro que dando título al espectáculo sirvió para proyectar todas las lamentaciones que este mundo provocan en el artista británico. Durante dos horas y media, interludio incluido, el sonido grandilocuente del rock de Pink Floyd pautó una noche visualmente entretenida, escasamente original y trufada con esas reivindicaciones que de tan reiteradas se usan hasta para publicitar automóviles. Esta noche, con entradas aún a la venta, se repetirá el espectáculo.
La primera parte del montaje, compuesta por 16 temas, se abrió con un Stuka más bien de feria estrellándose en el muro en ese instante aún por construir en su parte central. No faltó la foto del padre de Waters, caído en 1944 en Anzio al servicio de los Royal Fusiliers. Era la queja bélica. Si The Wall nació como una parábola sobre el aislamiento del músico con respecto a la audiencia, poco a poco aumentó su campo de acción hasta referir aquellas cosas que separan al hombre de la sociedad. Locura, madres dominantes, adicciones y ensimismamiento constituyeron una pauta hoy enriquecida con guerras contemporáneas, imágenes de Obama, puyazos a judaísmo, cristianismo, comunismo, consumismo, islamismo o sexismo. Todo cupo formalizado en unas imágenes no particularmente sutiles que se proyectaron en un muro en construcción.
Y a medida que el muro aislaba a la banda del público, Roger Waters demostraba que no ha nacido para cantar -contó con un nutrido grupo de vocalistas de apoyo- ni tampoco para ir más allá de la evidencia tanto en discurso como en un sonido paquidérmico. Esto último ha de excusarse, ya que la intención no era otra que reconstruir el disco tal cual, y The Wall es treintañero. Ha llovido. Por eso incluso se debió pasar por alto lo plomizo de la parte central del primer tramo, hundido en un pantano de canciones que obligaban a distraerse mirando las proyecciones y esperando una sorpresa por lo general servida en forma de muñecote.
La segunda parte comenzó con más guerra, un tema que da para mucho. La sorpresa vino con uno de los temas emblemáticos del disco, un Comfortably numb compuesto por Gilmour que Waters declinó cantar en sus partes más exigentes. Para eso están los vocalistas. Mostrando un ego del tamaño del muro, Waters paseó mientras un solo atronador recordaba todos los tics del rock.
Otro "ismo" inevitable, el totalitarismo, tomó luego el protagonismo con la banda delante del muro, para cedérselo al cerdito volador de Run like hell.
El despliegue de trucos, que aligeraron esta segunda parte en relación a la precedente, tuvo sus colofones en la proyección de unas imágenes ya vistas en televisión, el asesinato de civiles afganos por parte de la aviación norteamericana, y en el desfile de martillos totalitarios que definen la iconografía del montaje.
Pero la traca final, con aires de musical, quedó reservada a la esperada caída del muro, otra sutil parábola que sugirió tanto el final del espectáculo como que, pese a todo, la esperanza permanece. Tanto como la sensación de que este mundo tiene superávit de predicadores.
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