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Columna
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La justicia

Los occidentales somos platónicos desde el mismo momento de nacer. Es una especie de enfermedad hereditaria o pecado original que se transmite de generación en generación, que infecta nuestra sangre cuando se eleva al cerebro y nos hace pensar en duplicados, en cosas eternas, irrompibles e inconmensurables, que viven en un mundo perfecto aislados del nuestro por una pantalla de plexiglás. Cuando uno menciona la palabra caballo no piensa en esos jamelgos famélicos que arrastran las carretas de los chatarreros, ni en los vientres hinchados de boñigas de los coches turísticos: ve con el ojo de la mente un animal prístino, intocable, un caballo centuplicado que reúne en su estampa todas las virtudes y los pedigrís de las mayores razas de la Tierra. Cuando uno pronuncia libertad no piensa en esa burda imitación del derecho a decidir que nos invita a introducir una papeleta en una urna cada cuatro años, ni siquiera en la euforia del reo que acaba de salir del presidio después de que se le conmute la pena: la Libertad, con mayúscula, es un concepto casi religioso que forma parte integrante de la dignidad de todos los hombres y que debe permitirles, en teoría al menos, equipararse al ángel o rodar por las pocilgas, según prefiera.

Nuestra vida está llena de esas nociones de acero inoxidable. De esas altas entidades a las que el viento del tiempo no alcanza y que no se dejan corromper por la ignorancia o el desafuero de los hombres. El amor. La patria. La amistad. El valor. La lealtad. La belleza, claro que sí. El bien, otro de los vértices del inevitable triángulo platónico. Y el más lamentable, el que más postillas causa y más hace sangrar por debajo de los apósitos: la justicia. Es decir, la Justicia, con inicial de tamaño apropiado, para distinguirla de esas otras menudencias groseras con que los tribunales la confunden.

La familia de Marta del Castillo se siente decepcionada después de enterarse de que El Cuco, el menor enfangado en la desaparición y probable violación de la niña, estará en la calle en cuestión de pocos meses. Le ha sido aplicada la Ley del Menor, lo cual, sumado a que el juez que lo procesó no ha hallado indicios terminantes de culpabilidad en el atestado, le permitirá pasar de puntillas por un terreno en el que, según todos esperaban, debía desollarse los pies. La familia de la víctima dice que esto no es justicia, que esto no es lo que esperaban; incluso, la desolada madre ha manifestado enigmáticamente que, abandonada por la justicia de las salas, ya sólo confía en la de las cárceles.

Comprendo su postura y la de todos los duelos del caso. La justicia, que ellos han visto de frente, ordena tan claramente el castigo de El Cuco y sus compinches, los condena con tan meridiana transparencia a décadas de rigor y sufrimiento, que no pueden entender que el juez haya elegido otro derrotero: qué ciegos están los que no ven la justicia. Es el gran problema del platonismo, el mal vírico de nuestros cerebros: cómo es posible que yo distinga tan obviamente lo que la cosa es y los demás anden tan tuertos. Cómo es posible que el resto de la humanidad esté tan equivocado y no se dé cuenta de que yo detento la razón. La sentencia a este menor delincuente no se corresponde ciertamente con lo que los allegados de la víctima consideraban apropiado, pero la justicia de los hombres siempre es parca para el que sufre: por eso las leyes la hacen desconocidos. Por eso, también, la ley contenta a tan poca gente. Un amigo que trabaja en los juzgados me cuenta que un día sí y otro también la puerta de la oficina se le llena de individuos disconformes con una u otra resolución que claman pidiendo justicia. Esa cosa luminosa y alejada que ellos tienen delante de las narices y que los magistrados, incomprensiblemente, insisten en no reconocer.

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