¡No se vayan todavía, aún hay más!
Viatge al poble de les rates ben criades es un cuento extraordinario, una narración que responde a la definición que algunos dan de lo que es un clásico, un relato que es capaz de envejecer sin perder la actualidad. En el libro que contiene el cuento, Viatges i flors, Mercè Rodoreda nos guía por un mundo real e imaginario de la mano de un viajero que avanza siempre "a la búsqueda de oscuros corazones y costumbres desconocidas".
El narrador que emprende el viaje, después de diversas etapas, llega al pueblo de las ratas bien criadas. El pueblo y sus habitantes se hallan bajo el dominio de unas ratas grandes como conejos, parlanchinas, inteligentes y, sobre todo, hambrientas. Para saciar su apetito roen las casas que los lugareños construyen. Muy educadas, piden permiso para acometer su tarea para, a continuación, lanzarse a comer la tierna madera de paredes y tejados. El viajero pregunta a los habitantes -de orejas y ropas roídas- si han intentado hacer frente a las ratas, pero todas las tentativas han acabado mal, muy mal. Los que se aventuraron a reunirse en secreto para planear levantar sus moradas con piedras fueron víctimas de la ira de las ratas. Solo quedaron sus huesos.
Lo único que se nos permite es renegociar la hipoteca, refinanciar la deuda o alargar la concesión de los peajes
Los paralelismos del cuento con la situación de Cataluña durante el franquismo son más que evidentes. Lo preocupante del cuento es que las partes estructurales del argumento, sus paredes precarias, son las que todavía unen, separan y soportan la arquitectura del Estado. En apariencia, para quien se quiera engañar, la solidez es notable y aquí no hay ningún problema. Era un pueblo como los demás, con geranios en los balcones, nos dice Rodoreda.
La realidad es otra, los clásicos envejecen, pero no pierden actualidad. La estructura del cuento sigue siendo vigente y, mientras lo sea, las estructuras económicas, sociales y, sobre todo, culturales seguirán siendo débiles. El entrenador del Girona recibe abucheos por hablar en catalán, ¡ay!, en Huesca, una provincia con población catalanohablante que ve en el catalán poco menos que una deshonra. El presidente extremeño siente vergüenza de la presencia del vasco, el gallego y el catalán en el Senado. El gobierno de Camps, y estamos en 2011, cierra los repetidores de TV-3 en Valencia. No hace tanto, cuando por una vez, ¡por una vez!, la cultura catalana podía asistir a un evento como la Feria del Libro de Francfort, se acumularon tal cantidad de tópicos que no podían sino acabar, con la asíntota mágica de siempre, hacia el eje del nacionalsocialismo mezclando Klemperer y el Ramon Llull. En fin.
El personaje que acompaña al viajero lo acompaña hasta un valle en el que se ve el trajín de hombres que cortan y acarrean árboles. El personaje le dice que el país es rico y que la tierra es buena, pero que tienen que perder el tiempo y las energías construyendo casas en vez de sembrar y cosechar. Lo más fastidioso de todo es que, poco a poco, uno se puede acostumbrar a la fragilidad de las paredes que deberían acogerlo y servir, a su vez, para recibir invitados y para que los demás también coloquen sus vigas. Lo único que se nos permite es continuar renegociando la hipoteca, refinanciar nuestra deuda o alargar la concesión de los peajes por los que transitamos. Cuando el personaje se da cuenta de que las ratas lo escuchan, las tranquiliza: "Construiremos para vosotras un pueblo con la madera más dulce y más blanda". "Gracias, gracias", le responden.
Permítanme que no les diga cómo acaba el cuento. Parafraseando al poeta, como todas las historias de por aquí, de manera triste, parece que no se vaya a acabar nunca. ¡No se vayan todavía, aún hay más!, decía Super Ratón.
Francesc Serés es escritor
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