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Columna
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Genios del paréntesis

Jesús Ruiz Mantilla

Cuando hace más de 30 años burlaban a los paseantes del Retiro con malabares de gestos y trabalenguas, Faemino y Cansado inventaban un estilo. Luego pasaron a llenar los bares de Malasaña y de ahí al gran público durante breves apariciones en la tele sin dejarse volar la cabeza por la fama. Ahora abarrotan cada lunes el teatro Alcázar de Madrid, donde exhiben una maestría descarada y vitriólica, acelerada y lúcida, con las mismas armas de siempre, pero refinadas hasta el límite del arte mayor.

España siempre ha sido un país genéticamente dispuesto al humor en dúo. Pero estos dos castizos del absurdo y el surrealismo no se parecen a nadie y han labrado ya su estatus de leyenda. El buen cómico arma su ataque a la vida con lenguaje propio. El humor es una válvula de escape sobre las cosas serias. No es broma. Si aspira a dejar huella debe buscar una pureza, una personalidad inimitable, un lenguaje. El mundo singular. Una poética de la carcajada. Faemino y Cansado han conquistado todo eso y más.

Faemino y Cansado logran con enjundia y sensibilidad que nos carcajeemos de nuestra propia sombra

Lo lograron hace tiempo, ahora, sencillamente, lo están perfeccionando. Lo hacen semana a semana, sin decaer en taquilla, de gira constante por toda España y con base en Madrid, su materia prima. Ahora en el Alcázar, antes del Galileo a la Sala, en Carabanchel, donde dejaban su más puro olor de chicos de barrio, perseguidos por legiones de fanáticos admiradores.

Aprendieron a no quemarse por la fama de las presencias cargantes y fáciles. Supieron pronto dar un paso atrás y obligar a quien quisiera disfrutar de lo suyo a acudir al bar o al teatro donde cayeran. Así es como han logrado una fidelidad entre su público de forma discreta, pero contundente.

El espacio donde cayeran no era importante porque su espectáculo es absolutamente transparente. Un alarde de oscura y penetrante desnudez donde a cada paso se impone el brillo por la luz que pronto sobresale entre las costuras abiertas de su indumentaria negra. El colorido lo ponen los tirantes. Rojos para Faemino y azules para Cansado. Lo más glamuroso es un disfraz sencillo de chaqueta blanca y chorreras para homenajear a sus tíos Arroyito y Pozuelón. Los excesos: la copa de coñac barato y el palillo de dientes. Punto. Así, décadas.

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Con esos nada cargantes efectos especiales, estos dos maestros se bastan para hacer volar de todo durante hora y media sobre el escenario. A viva voz, con el puro y medido gesto aprendido tanto del payaso como del mimo, con referencias que pueden deambular entre las esencias de Ibsen y Monty Phyton, de los hermanos Tonetti, Tip y Coll, Charlot, Buster Keaton, Lenny Bruce, Gila, Pepe Rubianes...

Con todo ello mezclado demuestran una fascinante capacidad para hacernos viajar de la imaginación al delirio. Cansado raja sin césar pero sin repetirse, prepara el terreno a las imprevisibles salidas de tono de Faemino. El efecto sorpresa y la tensión de la sonrisa abierta al despiporre siempre está presente y se desliza sutilmente de la escena a las butacas.

Cada uno de ellos adopta un ritmo. Es obligación del público fundirles, aunarles. El reto resulta tan extraño como excitante. Así nos llevan a jugar por laberintos nada enrevesados y seguirles hacia ese mundo propio donde se confunden el exabrupto con el chiste inacabado y constantemente interrumpido por una sucesión de paréntesis tan amplios que cuando llegan a cerrarse, uno se ha olvidado ya de su planteamiento. El desenlace es lo más aberrante y absurdo posible, pero de puro malo alcanza una categoría de genialidad deslumbrante.

He ahí la gracia, el ingenio, el intríngulis, la personalidad de estos clowns modernos. Su poder de artistas únicos. Capaces de no dejar que apartemos la atención ni un instante de su dominio lo mismo si les da por jugar a las películas que tomarse un descanso en público, si nos cuentan una reunión de amigos con mujeres obsesionadas por el sexo o comentan una anécdota cotidiana, vulgar, de andar por casa, en la ventanilla de un lugar público. La vida, exagerada y en clave de esperpento, la calle, la gente con sus hablares epatantes, sus heroicas caídas y sus cuitas son el pan y la sal de estos reyes del humor, de estos sencillos bufones con enjundia y una especial sensibilidad para conseguir que nos carcajeemos de nuestra propia sombra.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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