El difícil reto de la felicidad
A Joan Wasser, la divina musa de la más excelsa aristocracia musical neoyorquina (Rufus Wainwright, Antony Hegarty, Lou Reed), ya le tocaba saborear un atisbo de alegría. La vida es lo que es y, además, los periódicos carecemos de sección de autoayuda, pero a esta mujer le habían salido dos primeros discos, dos, de tono elegiaco. El primero y maravilloso Real life, aún bajo la conmoción de haber perdido a su novio, el inmenso Jeff Buckley, en aquel estúpido accidente en el río Wolf. El segundo y deprimente To survive, abrumada por el fallecimiento de su madre, ese momento en que el ser humano se encara con su cruda e inexorable vulnerabilidad.
Ahora, sin más desgracias de por medio (y que dure), nos tocaba descubrir a la Wasser expansiva, radiante, avasalladora. Pero su transformación es solo relativa. Es decir: aunque esté redescubriendo la felicidad, el proceso le llevará su tiempo.
Parecía que llegaba fiera y se nos comería, pero luego no fue para tanto
Wasser dispone de una voz abrumadoramente gozosa
The deep field se titula ese tercer y recentísimo artefacto discográfico de Joan As Police Woman, que anoche repasó de forma íntegra en la Joy Eslava y sin dejar apenas espacio para glorias pasadas. Tan titubeante como parece su decantamiento por el lado luminoso de la vida (que dirían los Monty Python) fue la respuesta del público, con apenas dos tercios del aforo cubierto (600 personas). Porque The deep field es un buen disco de soul que no entra ni a la primera ni a la segunda. Una paradoja muy notable, bien es verdad.
Emergió la Wasser embutida en un traje de cuero negro ceñidísimo, el moreno subido en la melena y pose de mujer fatal. Parecía que llegaba fiera y que nos merendaría, si se lo propusiese, al primer rugido. Pero luego la cosa no fue para tanto. Elegir el soul como camino hacia la luz constituye una opción irreprochable y eficacísima. El matiz es que no hablamos aquí de Motown, Stax ni demás escuelas de la maravillosa piromanía negra, sino de una especie de nu-soul basado en teclados. Y el calor que emana así del escenario es mucho más matizado, por mucho que Wasser emulara los rugidos del león de la Metro mientras afinaba la guitarra antes de atacar (o, mejor, hincar el diente a) la estupenda Chemmie.
Como quiera que a esta mujer de Biddeford (Maine) le han salido unas canciones alegres algo contemplativas, dio la sensación de que el personal se aferraba al anterior estado de las cosas. Si queremos amaneceres resplandecientes, floripondios enredados en la cabellera y gloriosas noches de enjundia amatoria, seamos explícitos. De lo contrario, la depresión cotiza mucho más al alza a efectos creativos. Nada como los quebrantos sentimentales, los largos y polvorientos caminos solitarios, las pérdidas irremisibles o la insoportable levedad del ser para llenar de gasolina creativa el depósito.
Las mayores cotas de alboroto en la sala se alcanzaron con la emocionante Anyone, uno de los limitados resquicios a la esperanza en Real life. Resquicios relativos, si atendemos a imploraciones como "Pruébame, por favor / Bailo mejor de lo que parece...".
Wasser dispone a sus 40 años de una voz abrumadoramente gozosa, que a ratos encrespa canalizándola a través de un micrófono distorsionador. Alterna teclados y guitarra con parecida solvencia, gracias a los arrestos de quien acredita muchas horas de vuelo y no le tiene miedo a la primera línea del escenario. Solo así puede conseguirse que una pieza tan lenta y sentida como Forever and a year se siguiera con la platea absorta, conteniendo la respiración. "Me hacéis sentir mejor", admitió la cantante a su término.
Con todo, su acompañamiento -apenas un batería y un organista que también traza la línea de bajo- a ratos se antojaba conciso. El soul siempre pidió a gritos el abrazo del metal y la madera, pero Joan sabe bien que la felicidad constituye un reto difícil. Y ha preferido afrontarlo así, sin grandes alharacas.
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