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Columna
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Aceite

David Trueba

Al coincidir el domingo pasado el documental de La 2 sobre la España prehistórica que presentaba Juan Luis Arsuaga y otro episodio de Princesas de barrio en La Sexta, era pertinente preguntarse qué pensarán de nosotros los paleontólogos del futuro cuando hallen entre nuestros restos culos retocados, pechos de silicona y alguna otra huella rupestre. También ellos se preguntarán quizá si los añadidos respondían a ritos espirituales o tan solo eran los primeros y torpes pasos para llegar a una corrección general de la anatomía que en su tiempo ya se practicará con ciertas garantías de éxito.

El programa de La Sexta, que trasiega tras las vivencias de Paqui, Jessi, Marta e Iratxe, se ahorra la casa de Gran Hermano, pero a costa de provocar una cascada de acontecimientos teledirigidos para completar el retrato de costumbres que persigue. Nunca falta el plano del coche, como si las protagonistas estuvieran en una cabina espacial ni las confesiones a cámara. No existe ya nada más irreal que un programa de telerrealidad, porque provocar lo cotidiano requiere una manipulación muy difícil de disimular. Conseguir que todas ellas y en todo momento se comporten como el arquetipo de chonipoligonera que ha enamorado a los ejecutivos de televisión es sumamente difícil. Pueden sufrir momentos de debilidad donde no se dirijan a su madre como máaama ni hablen de su culo ni arranquen la frase con un jo tía, lo cual sería una catástrofe para el espacio. El deseo de ser famosas televisivas permite que muy inteligentemente las chicas repitan el arquetipo que saben exitoso para ganarse el corazón de los espectadores, ese que adora la impudicia, el exhibicionismo físico y mental y que se enternece cuando experimenta la vergüenza ajena.

Princesas de barrio tiene el peligro de ser un programa-aceite, como lo fue su precedente Mujeres ricas, especie de mamachichos hiperrealistas. No se limita a ser un espacio más de relleno en la nada en que se sustenta la tele. Son espacios que dejan huella en la cadena, un lamparón que tiñe la marca, que termina identificándose con la línea. Puede que el fracaso del programa sea tan bueno o mejor para La Sexta que su éxito. Uno nunca puede calcular la trascendencia de un detalle.

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