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Columna
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Intermitencias del corazón

Se dirá que no es más que una obsesión sin consecuencias sustanciales, pero lo cierto es que no se acaba de entender la caída en picado desde hace algunos años de las artes de la representación en esta comunidad, ya se trate de pintura o de escultura, de cine o de teatro, de novela para adultos o de cuentos más o menos infantiles. La vanguardia es nada o quizás una aspiración a la que se aferran casi todos y que en semejante reparto viene a quedar en nada, porque si todo es vanguardia es que nada viene a serlo. De modo que no es exagerado afirmar que la necesidad del arte se ha convertido en su necedad, salvo que el lector considere que una vaca conservada en formol en el interior de una urna de cristal sustituye por la vía del arte a la en general noble ocupación de los veterinarios. Por ponernos medianamente serios, sucede que el significante ha tapiado el lugar del significado, y que a partir de ello cualquier arbitrariedad es no ya posible, sino indispensable para generar la demanda del mercado.

No se trata de cuestionar la libertad del artista ni de exigir un compromiso político que antes estaba más en boga. Pero siempre que de la creación no salga un bibelot que a menudo no se distingue de la gracia fallera, o la suplanta. A fin de cuentas, no hace tanto tiempo que una cartelera local dictaminó que Bergman era un plomo de mucho cuidado, después de años de ensalzar dudosos productos revolucionarios y antes de pasarse directamente a las alegrías carniceras del porno por aquello de la modernidad. Hay que ser bastante torpe para no reparar en que un solo plano de Escenas de un matrimonio tiene mayor entidad estética que todos los cansinos planos de La caza, por ejemplo, y, desde luego un mayor respeto a la inteligencia que el autor inteligente supone al espectador, además de un mayor conocimiento de las pasiones humanas sin necesidad de recurrir a breves y trillados estereotipos crispados, ya que por más relativismo que se le eche al asunto, Schubert no era precisamente Los Changuitos.

Así las cosas, quizás conviene sugerir que para hacer populismo se requiere de mucho talento y algo de desvergüenza, ya que el público que los disfruta no está en condiciones de hacerlo y el artista que lo genera sabe muy bien lo que se hace, incluso se le podrían exigir empresas de mayor alcance si su propósito fuera obtenerlas. Es el caso, por ejemplo, de Albert Boadella, uno de los creadores catalanes que más sabe de teatro, aunque a veces se permita cuchufletas de colegial. El asunto no está tanto en la discusión de si el artista debe tomarse en serio como en la seriedad artística de su obra. Porque también habría que decir que muchas banalidades más o menos graciosillas que ha escrito Fernando Savater no llevan al intelectual a bajarse de su infatuado pedestal sino a alzarlo a otro de menor altura. La que le corresponde por elección.

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