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Columna
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Polvo querido

Vicente Molina Foix

Me he visto recientemente ante la evidencia de ser uno de los últimos madrileños adictos al disquete. Ya sé que léxicamente la palabra adicto no es apropiada en este contexto, y tendría yo que haber escrito usuario. Si empleo adicto es para subrayar la naturaleza sectaria de mi anomalía, de la que no me enorgullezco pero tampoco me avergüenzo. Más radical aún habría sido hablar de devoción o culto a ese delgado objeto cuadrilátero y con dos caras que en un tiempo reciente fue tan popular. Quiero aclarar sin embargo, antes de proseguir, que no soy un exhibicionista, al menos no en la informática, ni estoy aquí alardeando de mi rareza como forma de distinción decadente, al modo en que Oscar Wilde se hacía notar en Londres a fines del siglo XIX llevando un clavel verde en la solapa. Mi caso es más modesto.

Sigo apegado desde hace años a un ordenador monocromo, sin módem ni puertos USB

La maquinaria moderna no tiene en mí a una fashion victim, pero tampoco vayan ustedes a pensar que escribo mis artículos con cálamo mojado en tinta, o que utilizo para comunicarme con los demás el pergamino lacrado. Estoy al día en las prestaciones de los aparatos, a los que suelo llegar con un retraso medio de dos generaciones tecnológicas, y limitando su gama a lo más básico; soy un enemigo acérrimo de los móviles en los lugares públicos y he rechazado hasta hoy la amable invitación de los espontáneos para sumarme a las redes sociales de una internacional de la amistad a la que solo veo ventajas para ligar o para derrocar al tirano. No estoy por la labor en lo primero, y en lo segundo dudo de que mis derrocables fueran, en el amplio mundo del tuiteo, compartidos.

Mi caso, dije antes. Se trata, prosaicamente, de que sigo apegado desde hace muchos años a un ordenador monocromo, sin módem ni puertos de entrada de USB, y en tal artilugio de la era neolítica escribo, fuera de Madrid, mis libros y textos extensos, que después, al volver a la capital, he de traspasar al ordenador-madre (sensiblemente más avanzado) por medio del disquete de toda la vida, formateado y de alta densidad. Ese PC rupestre es irremplazable para mí, no solo por su extrema simplicidad de manejo y su fiabilidad, ajena a todos los virus de la modernidad. Le tengo un aprecio físico, por no decir sentimental, y del mismo modo que ustedes no se desprenden de sus mascotas queridas cuando envejecen y se ponen torponas (los perros) o hieráticas (los gatos), mi PC tendrá un sitio en el corazón de mi casa mientras él aguante.

Pero llegó el momento, hace unos días, de reponer mi pequeño almacén de disquetes, que, a medida que iban cayendo en desuso se fueron haciendo objetos de coleccionista, solo hallados en El Corte Inglés de Princesa y en una marca, Memorex, que los fabricaba con carcasa transparente de vivos colores, quizá para hacerlos más atractivos en esta sociedad nuestra tan chillona. Pues bien, ya no. Ninguna de las sucursales de estos almacenes disponía de ellos, aunque los amables empleados evitaban darme, al ver mi gesto ansioso, un no rotundo; "hace algunos meses que no nos llegan, pero ¿quién sabe? Tal vez reaparezcan en el surtido".

Inicié así una larga peregrinación personal que me llevó a las tiendas del ramo y a Google, donde mis amigos daban por hecho que encontraría lo que buscaba; la única tienda que figuraba en la Red con un stock de disquetes estaba en la Alameda de Osuna, con parada de metro de la línea que pasa por mi casa, y hasta allí me fui, con la idea de visitar después de la compra los hermosos jardines de El Capricho. Habían vendido el último pack el día antes. Pasaban los días y aumentaba mi angustia. Hasta que en una tienda de la calle del Barquillo que no los tenía me hablaron de otro comercio cercano que podría tenerlos. Allí los encontré, con la información adicional del vendedor de que hay no tanto particulares extravagantes como empresas que los siguen utilizando. Y mientras haya demanda, por pequeña que sea, habrá oferta, me dijo el hombre, con la filosofía del buen comerciante.

Hace casi seis meses, leí en la sección de Tendencias del periódico un artículo fechado en Barcelona sobre la pervivencia de otro fósil de nuestra vida electrodoméstica, el disco de vinilo. También tengo de estos, pero ya no los oigo; un amigo entendido me convenció de que los guardara y fuera paciente: llegaría el día de su resurrección, y parece que ya ha llegado, al menos entre los gourmets de la música.

¿Seremos algún día épicos los obsoletos? La imagen que me viene a veces a la cabeza es romántica, y consiste en imaginar que en el futuro, muertos ya todos nosotros y desformateada la materia de los discos y los disquetes, habrá una arqueología de nuestros enseres y una épica de nuestro abastecimiento resistente. Las mejores páginas de la magnífica Sunset Park tratan de ello. Los rescatadores del mundo de los objetos desusados son en la novela de Auster almas que almacenan también su propia obsolescencia sentimental. Pero se puede pensar una versión heroica de esos rescates, en la que un nuevo Indiana Jones buscara, en fondos de reptiles peligrosos y asediado por las tribus urbanas de los high techs, el arca perdida de lo que un día fue novedad llamativa, dejó de serlo, se mantuvo guardado por un puñado de fieles, y el curso de la historia, antes de hacerlo polvo del todo, lo hizo polvo querido.

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