Los madrileños son gatos
Parece que esa denominación procede de 1085, cuando Alfonso VI conquisto a los moros Magerit. Un soldado de los nuestros, cuyo nombre no ha pasado a la historia, trepó por la muralla con tal agilidad e intrepidez, que se quedó con gato para siempre, y con él todos los vecinos de la Villa. Sin embargo, al hablar de la idiosincrasia madrileña, pocos se han percatado de que los habitantes de esta ciudad son, ante todo, gatos, de igual modo que los de León cazurros para los asturianos.
El modo de ser y hablar del pueblo madrileño ha sido diseñado por el alicantino Carlos Arniches y los sainetistas de la época que, junto con las zarzuelas, han hecho una postal de Madrid que se corresponde pocas veces con la realidad.
Los gatos no son dicharacheros ni les gusta la popularidad. Y menos abiertos, son cualquier cosa. Andan siempre por ahí al acecho de los que pasa, más listos que el hambre, más discretos que Sócrates: Saben mantener las distancias, a no ser que les toquen su honor o su territorio, porque entonces se convierten en fieras como tigres pequeños.
Al contrario de lo que suele decir, los madrileños, como gatos, son muy desconfiados y muy pocas personas llegan conocer sus intimidades. Pocas veces dicen miau, a no ser que necesiten ser oídos. Pero cuando se ponen de marcha organizan gatuperios sonados.
Algunos gatos aman la juerga y la nocturnidad, pero esos son unos pocos. Los demás son caseros, poco habladores (las gatas son otra cosa). Normalmente, son muy elegantes, tanto en su trato como en sus movimientos. De vez en cuando les viene la ternura con extrema delicadeza. Y como son más o menos felices, se echan unas siestas pantagruélicas, sin contar las horas de sueño nocturnas, que también son finas.
Los gatos madrileños son así. Lo demás es sainete.
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