La cifra de la luz
El sólido prestigio de Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) no le ha impedido embarcarse en arriesgados proyectos en los que juega al todo o nada, como si tuviese que trepar a un trono olímpico que ocupa sin disputa desde hace casi medio siglo. El autor que en 1966 había anegado el imperio del realismo con un río de imágenes surreales (Arde el mar), y que dos años después emitía un largo lamento semivelado por los brillos cinematográficos (La muerte en Beverly Hills), dio un primer quiebro cuando mostró al aire las raíces de un yo que, hasta entonces, aparecía y desaparecía en sus irisaciones culturalistas. Lo hizo en catalán (Els miralls, 1970), la lengua de su poesía durante varias décadas. Luego siguieron títulos como L'espai desert (1977) o Com un epíleg (1981), que amagaba con ser la cala del silencio definitivo. Pero el poeta volvió a sorprender con Mascarada (1996), donde a sus motivos anteriores se sumaba una poderosa carga de protesta civil. No sería su última inflexión. Amor en vilo (2006), otra vez en castellano, daba curso a un autobiografismo erótico y desmedido, que aturdió a muchos lectores tanto más cuanto que el autor había trabajado desde sus comienzos con correlatos objetivos y otros resortes para rebajar el confesionalismo. En este punto, y tras Tornado (2008), se entiende la expectación ante Rapsodia, el nuevo y excelente libro de Gimferrer.
Rapsodia
Pere Gimferrer
Seix Barral. Barcelona, 2011
96 páginas. 16,50 euros
Es este un poema-libro articulado en diecisiete secuencias, unitario por el fervor de la dicción y por la irradiación sucesiva de sus imágenes irracionales. Sus tiradas de endecasílabos blancos sortean la monotonía o el sonsonete mediante ocasionales alteraciones acentuales o versos de otra medida; solo difiere la primera serie, escrita casi en su totalidad en alejandrinos: "Se ha desencuadernado por la mitad mi vida, / como el pienso del alba se desploma en los sauces"... Lo más llamativo es quizá su rescate del Gimferrer inicial, visible en su resplandor arrebatado, su mundo de asociaciones libres, el poema como palimpsesto donde se inscriben versos y motivos ajenos (de Dante a Cernuda, de Garcilaso a Eliot) y la lectura de la vida a través de los filtros del cine, la literatura, la pintura o la naturaleza sometida al arte. Destaca la traducción de las imágenes a palabras (écfrasis), una subversión aún activa de las vanguardias, en cuanto que rompe el orden discursivo como representación del logos; y también, a la inversa, la plasmación visual de las ideas. Aquí están, por lo demás, su universo amoroso, una cierta entonación hímnica teñida de elegía en algunas remisiones al pasado, y la concepción de la poesía en tanto que realidad autónoma que se dice a sí misma y que se aparta de la utilización de las palabras como meros instrumentos para comunicar.
De modo que Rapsodia supone para el lector una especie de reconocimiento platónico de Gimferrer: algo que debe subrayarse, pues en los últimos tiempos el autor nos había habituado a la sorpresa (si vale la paradoja). El libro relee creativamente la tradición gimferreriana más temprana: de Mensaje del Tetrarca (1963) tiene el encendimiento y el empaque cosmológico, aunque no su enfatismo; de Arde el mar (1966), el despliegue de su mapa cultural; de La muerte en Beverly Hills (1968), la nervadura visionaria y su bagaje de metáforas contemporáneas.
Como si quisiera evitarnos lecturas descarriadas, el libro proporciona algunas orientaciones ad usum Delphini: la definición de "rapsodia" del diccionario Oxford (entusiasta y extravagante declamación o composición de tono elevado...), una relación de juicios críticos y una "Nota" donde el autor explica que su redacción le ha llevado seis días, aunque la corrección le ocupara varios meses. Todo ello es adventicio o irrelevante. Se esforzará en vano o simplemente errará el tiro quien pretenda descubrir un argumentario referencial. Por el contrario, Rapsodia es una construcción sostenida por vislumbres suprarreales: "La luz de una campana de titanio / envuelve los viñedos, y en las parras / una sirena de cristal de roca / desde el rosal del aire desgajado / separa nuestros ojos"... La intensidad lírica solo desciende cuando los versos ceden al didactismo metapoético, como en la serie XIV, que defiende la autosuficiencia del poema y un lenguaje cuya validez no está supeditada a los significados externos (y aquí resurge el propósito creacionista de Prometeo o de Luzbel, creo que esta vez sí periclitado): "por versos anteriores al sentido / o por encima del sentido, versos / que significan lo que el verso es, / no lo que puede significar"...
Las fulguraciones de Rapsodia recorren el camino de retorno a la juventud del autor. Soberbiamente dotado para decir la vida en clave artística, Gimferrer ha compuesto un poema recapitulativo cuya maestría y belleza se perciben globalmente, pues todo en él está concertado para la música del conjunto: sin alardes, adornos o excrecencias que pudieran desviar hacia lo accesorio la atención lectora.

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