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Columna
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¡Es el partido, sinsorgo!

Los casos de corrupción política suelen ser tan intrincados que resultan de difícil seguimiento para la opinión pública. Generan, eso sí, mucho ruido y, como casi siempre terminan inmiscuidos en la contienda partidista, provocan en la ciudadanía una indiferencia malsana, ya que suele ir asociada a la sensación de lo obvio. Cuando uno de esos casos salta a luz, la opinión pública no espera la sanción de los jueces para dictaminar la suya, y acoge el supuesto delito como algo no ya plausible, sino inevitable, pues no otra cosa puede esperarse de los políticos. Así, un hecho concreto constituye, más que la excepcionalidad de un delito con nombres y apellidos, una prueba de lo que ya todo el mundo sabe, y el caso pierde relevancia desde el momento mismo en que se vuelve generalizable. Si el supuesto delito se convierte, además, en objeto de la contienda partidista, lo que se consigue a veces es desplazar el punto de vista de la opinión pública, que acaba viéndolo como un caso de conflicto de intereses. No resulta pues extraño que los casos de corrupción afecten poco al electorado. Lo que éste ve en ellos, si es el partido al que vota el afectado, no es sino un pretexto de los demás partidos para perjudicar al suyo, dada su convicción de que chorizos así abundan en todos ellos.

Los supuestos casos de corrupción y espionaje que afectan últimamente al PNV pueden ser paradigmáticos al respecto. Resultan, en primer lugar, tan intrincados, que la opinión pública apenas se aclara de si se trata de un caso único o de varios distintos, ya que ni siquiera los conocemos bajo una denominación unívoca: caso Miñano, caso De Miguel, etcétera. Flota así una nube delictiva que, sea cual sea su desenlace, quedará como un adhesivo de la actividad política: un mundo turbio en el que se acaban cometiendo delitos. Y se da la circunstancia, claro, de que los presuntos implicados desempeñan cargos internos en un partido con tareas de gobierno, por lo que el foco de atención acaba desplazándose de las responsabilidades individuales a las del partido como tal.

Es a lo que recurrían tres de los imputados en el caso alavés -De Miguel, Tellería y Otxandiano- al reprochar al EBB del PNV -y a Iñigo Urkullu- no haber defendido su presunción de inocencia y haberles exigido la devolución de su carnet de militancia. Era el partido el objetivo de los ataques, y al ponerlos bajo sospecha, se ponía bajo sospecha a sí mismo. Claro que es también eso lo que les podría haber objetado Urkullu para reafirmarse en su actuación: que era el partido, el partido de la honestidad, la decencia y los ideales, el partido que no admite mancha alguna en su militancia el que había que salvar. El supuesto delito pasa así a convertirse en elemento de fricción interna, un disenso táctico en la contienda partidista. Al margen de lo que dicten los jueces, y de lo que piense la opinión pública, el delito se diluye en lucha de fracciones. Es ya cosa de ellos.

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