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Una buena ley

J. Ernesto Ayala-Dip

Mirando la serie Mad man, me pregunto si los actores que la interpretan fuman tanto en la vida real como lo hacen en la ficción. Si lo hacen (y que me perdone el profesor Francisco Rico), es estadísticamente muy probable que algún día sus pulmones les exijan alguna responsabilidad. Humphrey Bogart también fuma mucho en sus películas, pero ahora se sabe que lo hacía con la misma fruición y cantidades suicidas que cuando no estaba en los platós, con lo cual, en materia de tabaco, para el inolvidable protagonista de Casablanca no había distinción entre la representación y la realidad.

Me hago estas preguntas a la luz de la prohibición de fumar en los lugares públicos. Es lo que tienen algunas leyes restrictivas: te hacen pensar en su contenido. Y te hacen reflexionar sobre si tienen razón o no en prohibir lo que prohíben. Puede que nadie pensara en las corridas de toros, excepto los que acudían a presenciarlas. Pero hecha la ley, hecha la pregunta: ¿hacía falta? Bueno, habría que preguntárselo al toro, que es el que sufría las espadazas. (Aunque en los corre-bous al sufrimiento infligido al animal hay que sumarle el escarnio al que se le somete). La prohibición de fumar en lugares públicos me parece una de las mejores y más necesarias leyes que se han promulgado en este país en materia de derechos individuales, además de previsión en materia de sanidad pública: los derechos de los que no fuman. Los derechos de los que fuman siguen intactos, solo que no en espacios donde conculcaban los derechos de los que no lo hacían. Así que hablar o escribir que a los fumadores no se les permite entrar en los lugares públicos es faltar a la verdad: a nadie se le impide entrar en un espacio público, solo se le impide que lo haga para contaminar el mismo espacio donde otros no quieren ser contaminados. El troglodita dueño de un bareto de Castellón se niega a prohibir que sus clientes fumen en su establecimiento, contraviniendo abierta y provocadoramente la ley. Me parece que apelaba a la libertad individual. Y no recuerdo si el mismo u otro paisano de igual era antediluviana arremetió violentamente contra la máquina de expender tabaco de su propio local, aduciendo que el Gobierno debería también quitarlas de circulación. Razonaba (digámoslo así) que el Gobierno incurría en una hipócrita contradicción. Nada más lejos de la verdad. Suprimir esas máquinas expendedoras o cerrar los establecimientos donde se vende tabaco sí sería atentar contra la libertad individual, aunque esa libertad signifique atentar contra la propia salud. No estamos ante una ley que prohíbe fumar, cuántas veces habrá que repetirlo.

Decir que a los fumadores no se les permite entrar en los lugares públicos es faltar a la verdad: a nadie se le impide

Conozco personas que se fuman un pitillo de vez en cuando, y así y todo no les gustaba entrar en un restaurante lleno de humo de tabaco. Como también me han dicho que, con la nueva ley, ahora podrán entrar con sus hijos pequeños a tomarse un refresco. Yo mismo puedo ir ahora a leer la prensa al bar de la esquina de mi casa. Y qué decir de la alegría que debe de sentir el camarero no fumador. Y por cierto: ¿quién defendía entonces sus derechos individuales, su derecho a no inhalar durante 8 o 10 horas seguidas al día el nocivo humo? El mismo 2 de enero me encontré con unos amigos en un café. Acto seguido me acordé de la ley. Y lo hice con temerosa curiosidad. Temor a que todo el mundo se tomara a pitorreo esta importante ley. Y tengo que reconocer que me dio una inmensa alegría comprobar que la ciudadanía respeta lo que es harto obvio respetar. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de madurez cívica y democrática. Fumadores, empresarios del sector de la hostelería y autoridades administrativas se han puesto de acuerdo en dar ejemplo. Este país está necesitado de grandes acuerdos colectivos, contratos de confianza y respeto mutuo. Y una pregunta: ¿qué pensará el ex presidente José María Aznar de esta ley?, ¿será algo tan sensato como lo que opinaba sobre el control de alcoholemia en las carreteras? Mejor no saberlo... o sí.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario

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