Transiciones
Vivimos malos tiempos para la épica. En los más recientes, la caída de los dictadores siempre ha tenido dos fases. La primera, una campaña de comunicación diseñada al milímetro, y en inglés, a miles de kilómetros del lugar donde iba a producirse. La segunda y definitiva, una invasión militar. Por eso, la determinación de los tunecinos, esas mujeres con la cabeza descubierta que se abalanzan sobre los micrófonos para opinar a gritos, esos hombres que abrazan a los soldados, me ha conmovido tanto como el machadiano retoño del olmo podrido.
Ojalá triunfe la democracia en Túnez. Quienes la reclaman se la merecen, pero no lo tienen fácil. Occidente les contempla con el espíritu dividido entre el miedo y la preocupación. Las grandes declaraciones de fe en el progreso y la Humanidad que sus líderes suelen lanzar cuando la democracia va atada a la cola de un tanque norteamericano, no se han producido. Las tímidas palabras de Obama tampoco han ido acompañadas de las gestiones diplomáticas que podrían estabilizar la situación. El problema, dicen, es la expansión del islamismo, pero entre las soluciones que tradicionalmente se barajan, como apoyar dictaduras, no se considera la posibilidad de frenar la agresividad israelí, y mucho menos la de sostener un movimiento democrático en el mundo árabe, no vaya a quejarse la industria armamentista.
En España, la escéptica, paternal condescendencia con la que se mira hacia Túnez produce un efecto ambiguo, indeciso entre lo cómico y lo patético. Yo me inclino, más bien, por esto último. No tiene ninguna gracia recordar que, aquí, un dictador murió en la cama para que un grupo de cachorros de su partido le sucediera en un Gobierno que se pretende paradigma de transición democrática. Un día de estos, la viga que no vemos mientras buscamos paja en los ojos ajenos nos va a taladrar el cerebro.
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