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Columna
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Acuerdo básico

Sigo por Internet la retransmisión de la convención nacional del PP en Sevilla, donde el ambiente parece agradable. Rajoy defiende ante los jóvenes de Nuevas Generaciones los valores del deporte, que, según Rajoy, da equilibrio y ecuanimidad, cualidades fundamentales para dedicarse a la política. La ponderación, sin embargo, no parece uno de los rasgos de la contienda entre partidos, crudo combate en el que surgen supuestas diferencias abismales. Entonces oigo los discursos sevillanos de los jefes del PP y encuentro un acuerdo en todo con las cosas que pregonan sus colegas del PSOE. "Ha llegado la hora del cambio", dice un político popular, y lo mismo dicen los socialistas cuando son ellos los que piden la alternativa.

Ante fondos de color azul cielo, sobre moquetas azules, los populares quieren para todos lo mismo que los socialistas: la mejora del Estado y de la democracia, la creación de trabajo, la tranquilidad de los ancianos, la salvación de las pensiones, la salud de las ciudades, una vida con calidad, el éxito escolar, el respeto al medio ambiente, árboles y jardines. ¿Quién es el desalmado que no comparte con el PP reunido en Sevilla ese deseo de felicidad general? Los votos andaluces son esenciales para llegar a gobernar, y la conquista de la Junta de Andalucía en 2012 transformaría al PP en un partido mucho más grande.

Creo que al PP le han sobrado tres malos hábitos para pesar más en Andalucía, tres vicios que no lo hacían un partido acogedor: el envaramiento del dinero prepotente, el patriotismo de caricatura, el franquismo posfranquista del que presumían en público muchos de sus militantes. Las elecciones autonómicas andaluzas serán la prueba de si está superada esa sensación de desagrado o distanciamiento que provocaba en bastantes ciudadanos un PP particularmente feo. Porque entre los votantes andaluces causaron un efecto especial algunas de las ocurrencias de la gente del PP: las observaciones sobre el modo de hablar en la región, la mala educación de los niños, los programas de asistencia social para una región sistemáticamente castigada, la entereza moral de una población decidida a vender o alquilar sus votos a cambio de subsidios.

La mala sensación que causaba el PP a muchos se ha ido atenuando a través de la gestión de los ayuntamientos y de la práctica desaparición del residuo posfranquista del PP. Para identificar a los ciudadanos con su política, los populares han seguido en los municipios el mismo procedimiento que el de los socialistas en la Junta: han identificado la Administración del Estado con el partido. Se han diluido las siglas, sustituidas por el ejercicio cotidiano de la autoridad. Esta normalización se percibe, incluso, en un tipo de militante nuevo, que podría pertenecer al PSOE. También ha cambiado la exaltación españolista, quizá porque perdiera su razón de ser después de la fiebre de las banderas rojigualdas durante el campeonato mundial de fútbol, patriótica moda estadounidense con banderas importadas de China. El PP ha expuesto en Sevilla la nueva cara de su preocupación por la unidad de España, reconvertida en un proyecto de eficacia administrativa a nivel estatal.

En todo podrían coincidir públicamente el PSOE y el PP, que practican políticas similares o idénticas con campañas de publicidad diferentes, pero sólo están de acuerdo en una cosa: en representar ante la sociedad el papel de enemigos acérrimos e irreconciliables. De ese teatro o combate de lucha libre depende el mercado de los votos: la propaganda exige que decidamos entre las marcas A y B, o B y A, clientes de una marca u otra como fanáticos de dos equipos de fútbol. Los dos partidos alimentan el prestigio de su marca desprestigiando a la marca contraria. Las promesas de un mundo feliz son muchos menos importantes que la contundencia de los insultos al contrario, semilla de pasión y fábrica de votos.

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