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Columna
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Viene de lejos

"El proceso de renovación ha sido lamentable". En estos términos se expresó públicamente Francisco Tomás y Valiente a propósito de la renovación parcial del Tribunal Constitucional por el Congreso de los Diputados en 1992. No ha sido, pues, María Emilia Casas la primera presidenta que deja la institución con críticas al órgano al que le corresponde designar los magistrados que han de ser renovados y, por extensión, a los partidos que tienen los parlamentarios exigidos en la Constitución para la designación.

En realidad, el problema viene de lejos. Desde la primera renovación, la de los magistrados que tenían que ser designados por el Congreso de los Diputados en 1983, en la que ya se produjo retraso, no ha habido ninguna de las que han correspondido a cualquiera de las dos Cámaras en la que no se haya producido retraso, aunque nunca se haya llegado a lo que ha ocurrido en la última correspondiente al Senado, que ha exigido una reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC), a fin de mantener la rotación en el proceso de renovación.

España solo ha sido capaz de ponerse de acuerdo en su fórmula de gobierno en circunstancias excepcionales

Únicamente las renovaciones que corresponden al Gobierno y al Consejo General del Poder Judicial se producen en tiempo. Cuando tienen que intervenir las Cámaras y se exige una mayoría cualificada, resulta imposible cumplir con lo que la Constitución establece. Esperemos que la que corresponde desde noviembre pasado al Congreso no se eternice. No sé si con alguna reforma de la LOTC se podría evitar que se produzcan tales retrasos o, por lo menos, que llegaran a alcanzar una duración tan escandalosa. En todo caso, no estoy nada seguro de que cualquier remedio que se arbitrara no acabara siendo aplicado de una forma que resultara peor que la enfermedad.

La dificultad de la renovación del Tribunal Constitucional por el Congreso y el Senado es expresión de una patología que ha estado presente de manera ininterrumpida en la vida política y constitucional española desde principio del siglo XIX. La sociedad española únicamente ha sido capaz de ponerse de acuerdo en la definición de su fórmula de gobierno en circunstancias excepcionales. Mientras el agua no llega al cuello, no hay forma de alcanzar ningún acuerdo. Fue precisa la invasión de España por los ejércitos de Napoleón, la muerte de Fernando VII sin descendiente varón y las guerras carlistas, la expulsión de Isabel II y de Alfonso XIII, o la muerte del general Franco para que se pudieran alcanzar acuerdos sobre la fórmula de la convivencia. Una vez alcanzados dichos acuerdos, jamás hemos sido capaces de ponernos de acuerdo de nuevo para renovarlos a medida que las circunstancias lo requerían.

La sociedad española ha protagonizado procesos constituyentes, pero no procesos de reforma constitucional. Con la Constitución de 1978 hemos aprobado la casi totalidad de las asignaturas que teníamos pendientes de nuestra historia constitucional anterior, pero no esta.

Esta patología es la que se expresa en la dificultad de la renovación de órganos constitucionales para la que se exige la misma mayoría que para la reforma de la Constitución: Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial y Defensor del Pueblo. La más importante, por razones obvias, es la del primero.

La reforma constitucional y la justicia constitucional tienen la misma naturaleza. Son las garantías de la superioridad del poder constituyente sobre los poderes constituidos. Mediante la reforma se ordena jurídicamente el proceso político de renovación de la voluntad constituyente, exigiéndose unas mayorías muy cualificadas que únicamente puedan ser alcanzadas mediante un consenso muy amplio. Mediante la justicia constitucional se protege que el pacto constituyente no pueda ser modificado si no es con respeto escrupuloso del procedimiento de reforma constitucional. Reforma y justicia constitucional son las dos caras de la misma moneda.

Si no es posible llegar a un acuerdo para reformar la Constitución, acabará siendo, si no imposible, sí muy difícil, llegar a un acuerdo para la renovación del Tribunal Constitucional. Y tanto más cuanto más nos vayamos alejando del momento constituyente originario, en este caso, del consenso de la transición, que presidió el proceso constituyente de 1977-78.

La imposibilidad de la reforma constitucional por la incapacidad política de llegar a un acuerdo se proyecta inevitablemente en la renovación del Tribunal Constitucional, al que se convierte en guardián de una norma petrificada. Es un problema que viene arrastrando, de una u otra manera, la sociedad española desde que empezó su proceso de constitucionalización en 1808-1812.

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