El magnífico enfermo
El teatro es tan duro y tan adictivo porque no deja espacio para las medias verdades. Está sucediendo ante nuestros ojos, y con cuerpos vivos; es un grupo de hombres y mujeres hablando a otro grupo de hombres y mujeres.
Ahí no se puede mentir. Es el territorio del todo o nada: ese es el juego.
El cine se hunde, la industria del disco, no digamos, se venden muchos libros pero de los mismos títulos, y el teatro sigue siendo el Magnífico Enfermo, como decía George Kauffman. Cuando parecía que nadie daba un duro por él, resulta que vuelve a alzarse como un fenómeno vivo, caliente e irrepetible, recuperando su condición original de celebración colectiva, que durante tanto tiempo le disputó la pantalla.
"Hacer teatro", dijo Peter O'Toole, "es como construir un muñeco de nieve: te quema las manos y luego se deshace". No estoy de acuerdo con la segunda parte de la frase. Quevedo lo dejó claro varios siglos antes: "Sólo lo fugitivo permanece y dura".
Formas de la duración: el teatro nos une y nos retiene porque opera contra la entropía exterior, contra el ruido nacido para cubrir el silencio, contra la velocidad que nos empuja hacia el minuto siguiente, hacia el tintineante vacío siguiente. La misión del teatro es parar ese afuera, juntarnos un rato ante un artefacto verídico, hiperrealista, es decir, más real que la realidad que nos venden, imponen y decretan. El teatro inventa otra realidad donde cada palabra, cada gesto, cada silencio y cada luz han de tener sentido: inventa un artefacto construido, formalizado, que ha de persuadirte de que esa otra realidad sólo puede darse así, verse así, contarse así, y por eso ese silencio revivificado que brota antes de los aplausos es una muestra de pura gratitud por haber sido salvados durante un rato, reunidos de nuevo y de nuevo reconstituidos por el arte.
El arte permite fijarnos: en los seres humanos, en las cosas, en el tiempo, y, por descontado, en nosotros mismos. El director belga Jan Lauwers dijo una vez: "El arte sirve para detener el presente, la actualidad. Para crear momentos de reposo y dejar atrás, pacientemente, la confusión".
Al teatro le pido que muestre vida. Mostrar vida quiere decir seleccionar, reconstruir y destilar, pero eso no implica que un espectáculo haya de ser una colección de apuntes dispersos, vendidos como un todo con la peregrina excusa de que la vida contemporánea es "fragmentaria".
A una obra y un montaje les pido "sentimiento y asombro", como exige Daniel Veronese. Les pido vigor comunicativo, agudeza de observación y tensión formal; les pido humor, poesía y arquitectura; les pido que las palabras brillen sin tintinear y nos permitan advertir en cada personaje los saltos y contradicciones de su conciencia.
El verdadero diálogo dramático produce la misma felicidad que una buena melodía, tal vez porque, como ella, es infrecuente. Y, también como una buena melodía, se reconoce en el acto: por su nervio, su ligereza, su misterio, su imantación y su eco instantáneo. Proliferan, desde luego, las imposturas, pero también se detectan al instante.
Diálogo es un real intercambio que atrapa tu interés, hace avanzar la obra y te descubre nuevos aspectos de los personajes. Como la buena prosa narrativa, te oxigena la cabeza y el corazón. "Es sorprendente", escribió Claire Tomalin, "hasta qué punto una buena obra refina la mente del público". Una buena obra aviva tu imaginación, te hace ver en redondo y estimula conexiones hasta entonces aletargadas por el cliché y la rutina perceptiva. Una buena obra es aquella que respeta tu inteligencia, salta por encima de los lugares comunes y no halaga tus bajos instintos ni te engaña con falsas profundidades.
A una obra le pido, ante todo, que me ensanche el alma (mi capacidad de comprensión) y alimente mi alegría: la narración ha de ser alegre, ha de exhalar la necesidad y el placer de contar. Las mejores obras son las que no ofrecen respuestas cómodas para llevarse a casa sino un buen puñado de preguntas eternas, pero también aquellas que te euforizan, que te hacen salir del teatro con una sensación de absoluta liviandad: ambas, de una forma u otra, te reconcilian con la vida. Hay buenos trabajos, hay reinvenciones gozosas, y, en lo alto, está el Gran Arte. En el primer apartado encontramos esos espectáculos que consiguen atraparte con unos mimbres que, sobre el papel, no suscitaban especial interés. Son funciones que derrochan entusiasmo y están muy bien hechas, es decir, que consiguen lo que se proponen. No es poco logro. En el segundo hay piezas que parten de materiales igualmente trillados y los propulsan hacia otra dimensión, construyendo con ellos un juguete brillante y radicalmente nuevo. Pero el Gran Arte, sea en la escritura, la interpretación o la puesta, ofrece la cristalización de una verdad instantánea, sencilla en su forma y compleja en su fondo. El Gran Arte tiene la inmensa cortesía de no revelar el esfuerzo: parece un juego concebido por un niño madurísimo o un viejo que llora y ríe al mismo tiempo, un viejo salvajemente divertido. Es la forma suprema del entretenimiento: sobrecoge, transporta, y jamás aburre.
Vamos al teatro para que nos entretengan en el sentido más amplio y más hermoso del término: el público paga su entrada para que le saquen de sí mismo y, maravillosa paradoja, le abran una ventana que tal vez acabe dando a su más oscuro patio trasero.
El Gran Arte silba mientras levanta los velos del misterio. Busca lo sagrado, la trascendencia, todo lo que de inmortal hay en nuestras vidas y nuestras almas. El Gran Arte es un acto de fe, alegre y fecundo; un teléfono de Dios para comunicarse con el hombre. Y viceversa. Es imposible, dijo Lacan en una de sus pocas frases transparentes, "engañarse acerca de la naturaleza de la obra de arte. La obra de arte es aquella que irradia energía". Y el verdadero artista, señaló Jardiel, es aquel que "inventa a su público y, como una cometa, sólo se levanta con el viento en contra".
Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957) ha publicado recientemente Turismo interior (Lumen).
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