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Columna
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Hay que callar

Aquí cerca, a unos cientos de kilómetros, un consejero autonómico de Murcia ha sido agredido. Por supuesto, los partidos han condenado dicha acción, un delito sobre cuyo responsable deberá caer el peso de la justicia. Por lo que se sabe, el detenido, presunto autor de la embestida, nada tiene que ver con el PSOE. No obstante, los responsables del Partido Popular culparon a la izquierda. Así en conjunto: la acusaron de esta violencia concreta y de los vientos que habrían traído estas tempestades. Eso han dicho con lirismo muy vulgar. Este episodio es muy triste.

Lo es por el daño ocasionado a la víctima. Lastimado, al consejero le han metido el miedo en el cuerpo. Es la coerción al modo mafioso: aquí nos conocemos todos, me he quedado con tu cara y sé dónde vives. Pero es triste también por el ventajismo del que se sirven algunos. Cuando no se sabe algo, hay gente que echa mano de una metáfora. Un acto de violencia y su culpabilidad no hay que calificarlos en términos figurados (vientos, tempestades, etcétera), sino con palabras rectas y bien literales.

El incidente murciano nos sume en el desánimo. Es un indicio del mal estilo, del matonismo verbal. El presidente del Gobierno regional de Murcia vino a decir algo así como que con la izquierda ya se sabe, que la izquierda es una y poliédrica: la misma, vaya, aunque se presente con muchas caras. En la propaganda política del totalitarismo había un viejo principio: el del enemigo único. Por mucho que se disfracen, por mucho que se maquillen, esos que tan variados veis son uno y trino, una clase, una especie. Parece mentira que hoy se digan así las cosas.

Eso es una pésima pedagogía política para los ciudadanos. ¿Me refiero a la crispación, palabra que se ha empleado durante estos días? No, me refiero a la irritación o al desinterés de los electores. Si estamos en un ambiente de gran discordia, de animadversión, de desafíos chulescos, entonces es normal que la gente imite esa conducta o que se desentienda, harta de tanto desplante y animosidad.

El tono pendenciero, retador, la furia verbal, el descaro, la mentira, el resentimiento... Hay que soltar lastre ya; hay que abandonar también la política de vuelo gallináceo ya. Es cierto que la libertad de expresión ampara la posibilidad de proferir palabras gruesas, pero los que se saben impunes insultando o acusando genéricamente también nos violentan.

No ensuciemos la lengua. "Silenciar los nombres directos de las cosas, cuando las cosas tienen nombres directos, ¡qué estupidez!", se lamentaba Antonio Machado. Eso es: no empleemos las palabras para enredar. "Solo un espíritu trivial, una inteligencia limitada", concluía Machado, "puede recrearse enturbiando conceptos con metáforas" o hablando cuando debería callar.

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