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Tribuna
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¿Directamente al fracaso?

Al acabar la guerra fría, un oficial soviético fingió que se compadecía de sus vencedores: "Acabáis de perder a vuestro Adversario Absoluto, ¡ya podéis estar preocupados!". Como si los gobernantes y los diplomáticos no hubieran perseguido siempre varios objetivos a la vez. Desde luego, las movilizaciones totalitarias, si son verdaderamente absolutas, adoptan un blanco único: el imperialismo de Estados Unidos, el judeobolchevismo, el sionismo, los infieles, o cualquier otro Enemigo presuntamente hereditario. Por el contrario, los movimientos democráticos huyen de las restricciones de la idea única. Entre 1945 y 1989, un occidental, aun a riesgo de molestar a los simplistas y los sectarios, podía oponerse al mismo tiempo a los dictadores comunistas, las guerras coloniales, la corrupción de los privilegiados, el machismo de los conservadores, etcétera. 20 años después, da la impresión de que el diagnóstico soviético era acertado y necesitamos encontrar un chivo expiatorio único e indivisible.

Vetar los lugares abiertos o cerrados al islam, la segunda religión de Francia, es propio de pirómanos
La tolerancia laica, gloriosa invención de Europa, permite la vida en común en la diversidad
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Sarkozy reabre el debate sobre el islam en Francia ante las elecciones

La campaña para las elecciones presidenciales francesas comienza mal. En el verano de 2010, el Elíseo daba el toque de corneta con una ofensiva contra los gitanos que consistió en enviar gendarmes y excavadoras a demoler las chabolas de las barriadas improvisadas, mientras las cámaras de televisión se detenían sobre las muñecas aplastadas, los frigoríficos destripados, la resignación triste y digna de los más pobres de entre los pobres. ¡15.000 gitanos que vivían de forma nómada en suelo francés ponían en peligro a la República! La ultraderecha aprovechó la brecha moral y proclamó que "la ocupación" de dos tramos de calle en París (una veintena en total) a la hora de las oraciones coránicas del viernes era un desafío trascendental para la nación. Los musulmanes alegaron la falta (comprobada) de lugares de culto cerrados. Como buen laico, poco inclinado al angelismo, me asombra este espectáculo semanal. Cada cual tiene su gusto: unos prefieren a las rubias, otros a los rubios, otros a Mahoma, Jesús o Jehová, unos la bullabesa, otros los pralinés, yo adoro el chocolate. ¡Enhorabuena! Pero nadie tiene derecho a imponer sus ritos y sus manías a quien no los comparte. Es decir, ¡que se construyan las mezquitas necesarias y que se despejen de inmediato las vías ocupadas de forma indebida!

Vetar los lugares abiertos y cerrados a la segunda religión de Francia es comportarse como bomberos pirómanos. Quienes protestan contra la ocupación religiosa de la calle se oponen también, paradójicamente, a la construcción de espacios apropiados, con o sin minarete (dependiendo de los decretos municipales). Invocan la reci-procidad: mientras las iglesias cristianas estén prohibidas en Arabia Saudí, debemos rechazar las mezquitas en nuestros países. ¿Entonces habría que cortar la mano a los ladrones, lapidar a las adúlteras, ahorcar a los homosexuales, porque esa es la norma de algunos países? ¿Ojo por ojo, diente por diente? ¡Por favor! La tolerancia laica, gloriosa invención de Europa, permite la vida en común en la diversidad de deseos y colores. Si otros países prefieren la restricción y la uniformidad, peor para ellos, pero no deben ser nuestra inspiración.

Una excepción planetaria: en el viejo continente, todas las religiones son minoritarias en la práctica, y van a seguir siéndolo. Juan Pablo II observó, lúcido y desolado, que "los europeos viven como si Dios no existiera". Su sucesor lo confirma y culpa al "relativismo" que domina la ciudad y el campo. Aunque se la considera una nueva barbarie, la tolerancia impera. Acepta todas las religiones e "irreligiones", sin dar preferencia a ninguna. Aunque desagrade a los defensores de una fe pura y dura, los europeos, en una inmensa mayoría, repudian la guerra de religiones y los proselitismos agresivos. ¿Incluso los musulmanes? En nuestros países, sí.

Pensemos en el ejemplo de Francia. Si el 17% de sus habitantes de origen musulmán se declaran devotos de la oración del viernes, quiere decir que queda un 83% de tibios y despegados. Poco después de los disturbios de las banlieues en 2005 (que no tuvieron nada que ver con el islamismo) y el conflicto de las caricaturas de Mahoma, un sondeo internacional reveló que los musulmanes franceses eran los más adaptados a las normas occidentales: el 91% tenía una buena opinión de los cristianos y el 71% una buena opinión de los judíos, único caso en el mundo en el que las respuestas positivas eran superiores a las negativas; el 72% de los musulmanes creyentes no veía ningún conflicto entre su fe y la vida en una sociedad más bien agnóstica (The Pew Global Attitudes Prospect, 2006). Mas en general, un sondeo comparativo (Harris) desvelaba que los franceses son los que mejor acogen a los inmigrantes (International Herald Tribune, 25 de mayo de 2007). Son muchas señales -por supuesto, sujetas a posibles cambios- que ponen en duda la importancia supuestamente insuperable de los problemas planteados por la inmigración. Si las elecciones presidenciales se desarrollan en torno a las ideas de ocupación, invasión o islamización, la derecha habrá allanado el terreno al Frente Nacional (FN) y la izquierda habrá caído en la trampa.

¿Es posible que el FN plantee las preguntas acertadas aunque ofrezca malas respuestas? ¡No! Sus preguntas vitrificadas son tan desastrosas como sus respuestas desmesuradas. Hay que estar obsesionado -o querer obsesionar al elector- para proclamar a los cuatro vientos que la inmigración es la base de nuestros males, por delante del desempleo de los jóvenes, la paralización del crecimiento y el riesgo de estallido del euro y de Europa. Y, aunque nadie hable de ello, ¿por qué milagro va a escapar el continente a la corrupción globalizada, que se apoya en los recursos de Estados cleptómanos y mafiosos (por ejemplo, Rusia) o monocráticos y sin principios (como China), o petroislamistas, o narcomarxistas, o ambas cosas? El futuro no se juega en una calle de Barbès ni en el saqueo oficial de unas casuchas improvisadas.

Este tipo de actos de magia deshonran la política. Antes, se introducían agujas en muñecas rellenas de paja para ahuyentar los males. Hoy, cinco millones de finlandeses juzgan a su Gobierno por la incorporación de 8.000 trabajadores somalíes; dos o tres banqueros alemanes que entienden que Europa se ha entregado a los fanáticos religiosos triunfan en los sondeos y las librerías; después de 500 años de coexistencia honrada y democrática, en los que inventó el chocolate con leche y el "reloj de cuco" (Orson Welles), Suiza se inclina por guillotinar los minaretes; en Verona, riquísima provincia de Italia, la Liga del Norte prohíbe utilizar los bancos públicos a los "clandestinos". Y así sucesivamente. Solo faltaba que la rubia Marine (Le Pen) reavivase los fantasmas de su padre, para mayor disfrute de los hijos de la OAS y los bastardos de Al Qaeda.

¿Vamos a capitular y a abandonar los verdaderos retos por los pastos oscuros de conflictos imaginarios? Si la política se dedica a demonizar las caravanas y las mezquitas, si la derecha republicana se deja atropellar por las obsesiones de la ultraderecha, si la izquierda democrática espera sacar las castañas del fuego sin salir de su coma intelectual, pobre Francia y pobre Europa. Vuestro destino se decidirá entre Pekín, Moscú y Washington, e incluso en Teherán y La Meca.

André Glucksmann es filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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