Prédica de autor y pasión de un pianista
En el teatro último de Rodrigo García no hay diálogo, ni agón, ni quién contradiga su palabra, expresada en primera persona. Sus monólogos, intercambiables, pueden ser asumidos por el mismo actor o repartidos entre cuatro o cinco, como sucede en Gólgota Picnic, donde Juan Loriente, Núria Lloansí, Juan Navarro, Gonzalo Cunill y Jean-Benoît Ugeux se turnan en el discurso único mientras una videocámara agiganta detalles de sus cuerpos.
Este espectáculo es como el título: un oxímoron donde la iconografía de la pasión de Cristo y la estética de los restaurantes de comida basura se unen con chirriante armonía. Por ejemplo, sobre un actor tendido encima de algunos de los miles de panes de hamburguesa con que García ha tapizado el suelo del escenario, un recorte de luz crea una imagen poderosa que evoca al Cristo de Dalí. Gólgota Picnic entra por los ojos: la luz pictórica de Carlos Marquerie, las proyecciones de Ramón Diago y los cuerpos desnudos o casi de tres actores, rociados con una sustancia de aspecto oleoso por sus compañeros, son más elocuentes que los moralizantes textos del autor, dichos con esa atonalidad que él marca, a veces algo forzada.
GÓLGOTA PICNIC
Autor, escenógrafo y director: Rodrigo García. Pianista: Marino Formenti. Música: Joseph Haydn. Vestuario: Belén Montoliú. Espacio sonoro: Marc Romagosa. Vídeo: Ramón Diago. Luz: Carlos Marquerie. Teatro María Guerrero: Hasta el 6 de febrero.
Con todo, en el texto hay breves iluminaciones, rasgos de humor y una ironía que desemboca en océanos de ambigüedad. La fuerza del espectáculo reside en el inteligente planteamiento rítmico, plástico y cinético con que se suceden sus escenas, hasta desembocar en una danza macabra de cuerpos sometidos a una pasión abaratada y reducidos a pura mercancía, a carne picada untada de aceite y rociada con tomate líquido. Consumado este crescendo último, los actores se visten parsimoniosamente y se tumban expectantes, mientras sale a escena el pianista Marino Formenti, que se desnuda para interpretar Las siete palabras de Cristo en la cruz, obra compuesta por Haydn para la celebración del viernes santo en la capilla gaditana de la Santa Cueva.
Cuando Formenti, protegido por un manto de penumbra cálida tendido providencialmente por Marquerie, ataca la introduzione, comienza la pasión de verdad: lo anterior se borra, como si hubiera sucedido en otro tiempo, en otra dimensión. Investido de ascetismo, el pianista, su sombra agigantada contra la pantalla, escruta el teclado, lo desnuda a su imagen, respira cada nota y pausa las siete sonatas con silencios que dicen tanto o más que la música. Por momentos, el funesto olor dulzón de los panes pisoteados, que inunda el teatro desde el comienzo, desaparece. A partir de la quinta sonata, parte del público (durante la función hubo un lento pero ruidoso goteo de abandonos) aplaudió a destiempo y se mostró vivamente desorientado ante la mutación súbita del espectáculo en concierto. Sin perder un ápice de inspiración divina, Formenti siguió adelante, apoyándose en los escasos momentos de bravura de una obra compuesta toda ella por movimientos lentos, hasta desembocar en el apocalíptico terremoto final. Luego, se fue sin saludar.
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