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Columna
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El viaje de Blas

Juan Cruz

En aquel entonces China era una palabra revolucionaria, como Cuba o como Marcuse, o como Mayo del 68. Las cosas se fueron desgastando, y las ideas también. Hoy sacas la mano y te encuentras China en la esquina del barrio. El viaje a China era, entonces, como el cumplimiento de una promesa. Sin ironía, sólo para decir lo que sentía, Blas de Otero explicó en un verso que había ido a China a orientarse un poco. Vivíamos desorientados, necesitábamos luz desde Oriente. Ahora la luz está oscura, y Oriente viene a orientarnos. Entonces había que ir a hurtadillas. Y los chinos daban libros rojos, indicaciones. Rusia era más brutal: te daba órdenes. China siempre fue más sutil, pero cuando se le han revirado los de abajo ha sido brutal.

Así eran las cosas. Ya no son tan así, aunque ahí están los graves rasguños de Tiananmen. Los norteamericanos, tan severos con otros, viajan a China para orientar su economía, y se tapan la nariz cuando oyen la expresión Tiananmen, por ejemplo. Así es la vida. China ha ido cambiando por fuera, pero por dentro está intacta; la revolución después de las revoluciones sigue teniendo la retórica de la revolución, y en el subconsciente colectivo el Libro Rojo de Mao es como una reliquia que no ha sido definitivamente arrumbada porque no se pueden despegar todos los pósteres de una vez. China fue un ideal, hasta que la pestilencia de sus maneras hundió su misterioso prestigio. Hubo una época en que el póster de Mao y el póster de Brigitte Bardot coexistían en la misma pared. Ahora si pones un póster de Mao es probable que te lleven al médico por trastornado.

Ahora ha venido a Madrid un ilustre político chino, muy alto en el Gobierno de Pekín. Ha sido recibido en España con todas las alfombras, los ministros han tendido sus protocolos, y los empresarios se han puesto sus mejores galas para firmar acuerdos que significan, en este momento, un pellizco de felicidad. Algunos malvados han dicho que estos son los Reyes Magos rojos, y otros han recordado que no es para tanto, que se han dejado tan solo unas migajas.

España es un país curioso, acaso como China. Un empresario español le regaló al visitante chino una guitarra, y el chino dijo que ahora en Pekín y en las otras poblaciones de su país no faltarán el rioja y el jamón. Visitantes y visitados estaban encantados, pero luego ibas de peregrinación por los medios y te encontrabas con eso, que donde unos decían 5.000 millones, otros decían unas migajas, 150 millones. Vivimos en el país en el que se frotan las manos con el fracaso, y donde se retuercen las manos con los éxitos; la paradoja es que ambas actitudes se refieren a España y a su Gobierno: si nos desprecian, bravo, y si nos ayudan, bah, son unas miserias.

Lo extraño de todo esto es que sean los chinos los que vienen a ayudarnos. Hace unas semanas, en Oslo, una silla vacía acogió la entrega del premio Nobel de la Paz a un chino encarcelado, un activista por la paz. Ahora a nadie se le ocurriría entregarle al chino que nos visita la fotografía de la silla vacía en Oslo. Lo que ha importado aquí es si nos dejó riqueza o migajas. No estamos para pensamientos, sino para olvidos y para buscar amigos que nos ayuden a pagar la deuda.

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