¿Camps y Alarte se entienden?
En el último recodo de la legislatura parece ser que, por fin, el presidente Francisco Camps y el líder del principal partido de la oposición, el socialista Jorge Alarte, van a sentarse y hablar del gran problema que nos acucia a los valencianos: la crisis económica así como la reforma del Estatuto que por sus previsiones financieras se inscribe en el repertorio de las eventuales soluciones. A buenas horas mangas verdes, que diría el castizo. Después del tiempo y de las oportunidades perdidas para abordar este crucial asunto, por no hablar de la arrogancia y desdén que el titular del Consell ha prodigado a su oponente, es inevitable sospechar que en este demorado encuentro, publicitado a bombo y platillo, prima más la conveniencia política de los negociadores que los imperiosos intereses generales, cuya suerte en muy buena parte no está en sus manos y es muy dudoso que mejore por más que ellos hablen.
Ciñéndonos a los hechos constatables, resulta evidente que ambos dirigentes, en sus respectivas circunstancias, andan igualmente necesitados de emerger a un primer plano y sacudirse el ocaso en el que se van sumiendo, bien sea por los aflictivos episodios de la corrupción y la desasosegante imagen del banquillo, en el caso del molt honorable, o bien por los descalabros electorales que se les augura a los socialistas, por no aludir a las notorias dificultades con que su máximo y mentado dirigente tropieza para suscitar entre el vecindario alguna emoción similar al entusiasmo. En este sentido, ambos personajes, tanto por azares de la vida pública como por sus propias limitaciones, están necesitados de una operación de promoción personal que, como este sucedáneo de negociación, tiene todos los visos de resolverse mediante un paripé. Que las corporaciones empresariales les hayan urgido al diálogo han venido a demoler, si es que persistían, las últimas renuencias del jefe del Consell.
Estamos, pues, como alguien ha descrito, ante una mera maniobra de visualización mediática y no es temerario aventurar que se cerrará anunciando un parto de los montes, o sea, una banalidad, como pueda ser una declaración de intenciones de imposible ejecución por el apremio de los próximos comicios, o con una traca de reproches cruzados por las respectivas intransigencias. ¿Acaso cabe esperar que el Gobierno del PP emprenda ahora un plan de reformas que delate sus errores y excesos? Con los comicios a la vuelta de la esquina, ¿puede cederle esta victoria a su adversario, por más desahuciado electoralmente que éste se encuentre? Prodigioso, aunque plausible, se nos antojaría que de esta negociación alumbrase algo más que un ratón.
Y dos notas finales. Una concierne a la marginación en que se tiene a las otras fuerzas parlamentarias -EU y Compromís- para acometer una operación de tanto calado como es el rescatarnos de la depresión. ¿No tienen nada que decir al respecto? En principio, no menos que los grandes interlocutores, pero son víctimas del "bipartidismo excluyente" y de su misma debilidad, que las hace prescindibles en la implacable aritmética parlamentaria. Desunidas siempre serán vencidas.
La otra nota recoge el fugaz júbilo que suscitó entre la clientela progresista la propalada dimisión -enseguida desmentida- del candidato socialista a la alcaldía de Valencia, Joan Calabuig. Rita Barberá contará así con un dócil opositor en su próximo mandato. Quizá sea parte del pacto que se cuece y hemos glosado.
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