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Columna
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Tiempo de espera

Me entero, gracias a Manuel Hidalgo, de que la editoral Nocturna (la suma del nombre de las nuevas pequeñas editoriales compone el poema de amor más hermoso para lo que nos queda de la literatura); me entero por mi amigo Manuel Hidalgo de que esa fina editorial ha publicado La península de Gracq, un trío de cuentos referidos a la espera.

Gracq raro y nervioso, huidizo, surrealista y wagneriano, enamorado de Sobre los acantilados de mármol de Ernest Jünger, patrón de su novela El mar de las Sirtes que le permitió rechazar el Goncourt, forma parte de esa clase de artistas a los que uno desearía parecerse una vez muerto, pero que en la vida viven enfurruñados consigo y con todo lo demás.

Lo desesperante es desconocer si lo que está por venir es, de nuevo, otra sala de espera

Su panfleto/libro La littérature à l?estomac contra las ínfulas, los camelos, las complicidades y los falsos honores literarios le abocaron a rechazar el Goncourt cuando el Goncourt todavía en los años cincuenta era tan grande como el más glorioso galardón de Francia.

Yo, tonto de mí, le compré en primer lugar La littérature à l?estomac, pero hace siete años pude conocerle. Murió en julio pasado a los 97 años y la publicación de La península por Nocturna es un homenaje con motivo del centenario de su nacimiento, cerca de Nantes.

La oportunidad de Nocturna no se acaba, sin embargo, ahí. El que haya decidido publicar un libro de relatos sobre la espera es tanto como si casualmente hubiera debido esperarse este tiempo para recaer sobre otra época en que todo o casi todo ha venido a convertirse en espera. La espera de Godot sin duda que nunca vendrá.

Pero, además, la espera desde el gran vacío que compone la actualidad y que una y otra vez, con falsos brotes verdes y rosas, con medias verdades y mentiras residuales, hacen sentir que en el provenir algo luminoso ha de pasar si es que el tiempo no se ha detenido (a la manera de la espera) y en su secuencia, por imposiciones del relato al fin tiene que llegar el bien. O ¿cómo concebir una espera sin desenlace? O mejor ¿cómo imaginar una crisis sin crisis? La imposibilidad de imaginar un desierto infinito resuelve el problema. O, como decía Marx: "No nos planteamos problemas que no podemos resolver".

El verdadero dolor del problema es la imposibilidad de fijar su final o la terrible convicción de que la solución existe. En este nervioso estómago de Julien Gracq la náusea es la reina del malestar.

Una fecha cualquiera, en el futuro más próximo o más lejano, transformaría de inmediato esta espera en una espera con sentido. Lo desesperante es desconocer si aquello que venga a ocurrir es, de nuevo, otra sala de espera, y peor incluso para continuar aguardando el porvenir.

Toda espera repite en su mente la figura que está por llegar. Esta acción instintiva posee la virtud de acercar mentalmente la cosa y aún no teniéndola allí mismo materialmente ya preparamos el molde donde habrá de posarse al llegar.

¿Cómo imaginar sin embargo el molde del fin de esta crisis? La dificultad de figurarse alguna escenificación concreta aumenta el temor de una posible desaparición. La impotencia para vislumbrar una determinada solución, la imposibilidad siquiera de imaginar algún rostro coherente aumenta la exasperación. En La península de Gracq, una y otra vez, la espera, como era de esperar, hace incluso perder el tino. Pero ¿será acaso la solución pensar de otro modo, atinar sin el empeño de recuperar viejos valores y dejar que los designios de tantas fuerzas presentes, antes sin destino, inviables o desdeñadas, vayan marcando el inédito camino del bien y el mal?

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