Ostermeier en baja forma
Me he aburrido soberanamente con el Otelo de Ostermeier en el Lliure, a años luz de su Hamlet de la temporada anterior, y he pasado largo rato (durante la función y luego) preguntándome por las causas de ese tedio. El espectáculo arranca de modo sugestivo. Una superbanda rodea el escenario: cada uno de los intérpretes toca (muy bien) un instrumento. En el centro hay una cama que hunde sus patas, poderosa imagen, en una laguna de agua oscura. Otelo y Desdémona están desnudos. Cosa curiosa: Otelo no es negro. Ella unta de betún su cara y su cuerpo. Se abrazan. Comienza a sonar un ritmo africano, intenso, obsesivo. El concepto está entre lo forzado y lo cerebral, pero lo compramos: no hace falta que Otelo sea negro, es "el otro", de otra tierra, de otra clase, etcétera, y además es una escena onírica. Suena un poco raro que luego todos le llamen "el negro", pero también aceptaremos eso: de momento nos interesa más comprobar, feliz sorpresa, que Ostermeier está sirviendo el texto sin apenas cortes. Los problemas comienzan cuando advertimos que Sebastian Nakajew, excelente actor, interpreta a Otelo como si estuviera vencido de antemano. Ese árbol magnífico es aquí más débil que una bombilla de diez vatios y con menos autoridad que un brigada chusquero, para no hablar de su escaso atractivo físico: que el señor Nakajew me perdone, pero necesitamos creernos que Desdémona se ha fugado con Otelo por algo más que las exigencias del guión. Con Yago (Stefan Stern, otro actor notable) se multiplica el pasmo. Vale que haga los apartes con micro, como una mezcla de cómico de stand up y un predicador pirado, o que se marque unos solos de danza que se pretenden dionisiacos y parecen el fruto de una cogorza en una boda: allá cada uno con lo que hace cuando no le miran. El engorro esencial es que cuando comienza a conspirar sólo le falta el rótulo de "Atención: psicópata" clavado con tachuelas en la frente. Sin olvidarnos de Casio (Tilman Strauss): difícil olvidarle, con esos andares ridículos y ese bigotín de galancito italiano en una comedia barata. No es preciso que Yago le emborrache para forzar su descrédito: ese tipo es un botarate de aquí te espero, pero hemos de creernos que, a) Otelo le ha confiado el cargo al que Yago aspiraba y, todavía peor, b) que Desdémona va a poner en peligro su matrimonio sacando la cara por él. Ante semejante panorama, no debería extrañarnos que si Desdémona se ha fugado con ese Otelo, y tanto Otelo como ella han confiado en ese Casio, los tres consideren sin sombra de duda que Yago es un crisol de lealtad y buen sentido. Como axioma de lógica perversa puede tener su gracia; como motor escénico sólo provoca que nos desinteresemos de la suerte de los personajes a los veinte minutos de función. Ergo, que nos aburramos una barbaridad. Ahora me dirán ustedes, como yo me dije: ¿y no había también distorsión, y farsa negra, y brochazos expresionistas en el Hamlet precedente? Desde luego que sí, pero los personajes tenían verdad, variaban de tono y de color, y latía una furia y un dolor salvaje tras el exceso. Aquí hay clichés planos, inamovibles, y gracietas de función de fin de curso (la tormenta que se resuelve arrojando cubos de agua sobre los actores como si fueran tartazos de nata) y, por encima de todo, una alarmante falta de emoción y de ritmo. Otelo ha de conmovernos hasta lo intolerable. Cuando está bien montada, con la aleación precisa de velocidad y claustrofobia, sufrimos al cerrarse el cepo de modo ineluctable sobre un hombre tan noble y tan confiado, y todavía más por el crudelísimo dolor que a su vez inflige a una mujer tan valiente y tan llena de amor como Desdémona: hemos de verles, al final, como una pareja de bellísimos felinos abatidos por el placer innoble de la caza. Para que esto se produzca, para que esta tragedia nos atrape y culmine, debe interpretarse mostrando la inteligencia y la pasión de todos, y no igualando a la baja. Ni reduciendo la atroz pasión de Yago por el mal, nacida de una mente extraordinaria y degradada que busca transgredir los límites, a ese besito de amante despechado que le planta a Otelo: aquí está pensando Ostermeier muy por debajo de sus medios. Hay algo desconcertante en este montaje, como si lo hubiera dirigido a ráfagas, cediendo la batuta aquí y allá a un ayudante escasamente dotado. La parte central tiene una buena idea (Chipre convertido en un bar de oficiales con campo de golf adjunto), pero se empantana hasta la letargia: falta tensión y todas las escenas parecen medidas por idénticas pautas. La idea de sentar al resto del reparto en torno a los intérpretes de cada pasaje no genera intensidad, sino lo contrario, como si se limitaran a esperar su turno en un pase de texto. Eva Meckbah (Desdémona) es, para mi gusto, la mejor del elenco, la que tiene más realidad humana y más fuerza, y Laura Tratnik (Emilia) no le va a la zaga, pero Marius von Mayerburg, dramaturgo de la Schaubühne, ha dejado su papel en los huesos (a las órdenes de Ostermeier o con su beneplácito, que viene a ser lo mismo) y, todavía peor, ha podado hasta el extremo los vuelos líricos de la demencia de Otelo. No nos libramos, eso que no falte, de la megapantalla en la que éste contempla, agigantada, la conversación que mantienen Yago y Casio: filmación de gran fuerza visual, en clave de serie negra, pero que ya huele a recurso rutinario o, peor, innecesario. De repente se diría que Ostermeier ha tomado de nuevo las riendas: vuelve a extender sus aguas la laguna oscura del principio y tiene lugar, en la tiniebla agujereada por una linterna caída, la salvaje escena del acoso y muerte de Desdémona, que te deja con los pelos de punta y el corazón machacado. Y, también de repente, un remate banal tras esa cima: la caída de Otelo y el fin de Yago se resuelven en un pispás, a la manera de una coda fatigosa o un expediente que ha de cerrarse, como si la tragedia no hubiera sido más que un simple asesinato por celos. Un poderoso comienzo y una gran escena casi postrera no redimen este espectáculo, tedioso y carente de la menor sensatez.
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