La inocencia del barón
Al tacto averigüé que la mujer invisible tenía las piernas bien torneadas. Fue el lunes pasado. En París. Durante la comida con el barón Pierre de Coubertin. Amanda, así se llama ella, se sentó a mi lado y, como la que no hace la cosa, me cogió la mano izquierda y la posó en su muslo derecho. No supe retirarla a tiempo, lo confieso.
En realidad, la conversación con el barón era aburrida. Se obstinaba en hablar de los tiempos idílicos en los que el recíproco respeto entre contendientes era la norma. Se llamaba fair play. Le dije que las cosas habían cambiado y que no siempre el noble comportamiento predominaba. Pareció decepcionado. Los difuntos suelen hacer gala de una encantadora candidez. Se extrañó de que el público vociferara durante los partidos de tenis y aplaudiera los fallos. Pero lo del dopaje en el deporte superó su estupor. Nunca un fantasma palideció tanto. Se hizo el tonto y me preguntó qué era lo que se consideraba droga deportiva. Precisamente esa era la pregunta que yo le había hecho, hacía años, al doctor Cabot, médico por aquel entonces de la selección española de fútbol. Lo recuerdo como si fuera ayer porque el doctor me recibió mientras efectuaba una operación de menisco a una señora. Yo era tan ingenuo que no sabía que las señoras también tenían menisco.
No quise escandalizar más a Coubertin citando las sustancias dopantes que se utilizan en la actualidad
"Es una operación muy bonita, no se derrama ni una gota de sangre", me informó el doctor esgrimiendo el bisturí y, sin darme ocasión de abandonar el quirófano, realizó un corte que dejó al descubierto el hueso. De no haberme drogado con un café y un croissant, me hubiera desmayado. Mientras la enfermera charlaba por los codos con el anestesista, Cabot hurgaba con una pinza dentada en la rodilla abierta. Extrajo el menisco pedazo a pedazo y, tras el oportuno recuento, enhebró la aguja y se dispuso a coser. Entre puntada y puntada, respondió a la pregunta que, mucho tiempo después, me formularía en París el barón de Coubertin: "Droga es toda sustancia ajena al organismo, que no forma parte de los componentes alimenticios normales y se da con fines de estimular o aumentar el rendimiento. Sus efectos pueden ser tan contraproducentes como alimentar el fuego de una locomotora en vez de proveerla de carbón".
La respuesta despertó la curiosidad del barón. Quiso saber qué clase de drogas se consumían, por ejemplo, en el fútbol español. Para eludir tan enojoso asunto, preferí remitirme, una vez más, a viejos tiempos de humeantes locomotoras en los que, en un depósito de cadáveres, entrevisté al profesor Sales Vázquez, catedrático de medicina legal y toxicología.
Los anónimos fiambres del Instituto Anatómico Forense olían a formol y él también. Hablé de la bencedrina, estimulante utilizado en aquella época, y quise saber si era suficiente un análisis de orina para detectar la presencia de ese u otro mejunje tóxico. Me contestó que dependía de la cantidad ingerida y del tiempo transcurrido desde la ingestión. O de haber tomado algún producto encubridor antes de someterse a la prueba o haber eliminado la droga a causa de la actividad física durante el partido. Por otro lado, opinaba que una dosis moderada no podía resultar perjudicial, siempre que no creara hábito, modificara la conciencia o alterara los reflejos. "Tampoco estimo conveniente", advirtió, "el que se administre a todo el equipo un mismo preparado, puesto que cada jugador tiene una personalidad bioquímica distinta. Podría darse incluso el caso de que una dosis resultara un día beneficiosa para un individuo y al día siguiente no".
Bajo la mesa, Amanda me propinó un puntapié en la espinilla. Pegué un respingo y el barón sufrió un sobresalto. Supuse que me había excedido. No quise escandalizarle más citando las sustancias que se utilizan en la actualidad. Ni entristecerle con las insidias propagadas por el diario belga De Morgen, que insinúa, entre otras falacias, la sospechosa coincidencia de que, en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, España consiguiera 22 medallas y 13 oros, siendo Eufemiano Fuentes el médico responsable de la delegación de atletismo.
Infundada suspicacia o pertinente observación, la mujer invisible me asestó un codazo en el costado para que no dejara caer en saco roto la peculiar circunstancia. En un acto reflejo, golpeé en un ojo a Coubertin y una lágrima se deslizó por su fantasmal mejilla.
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