El silencio

Recibí un sobre sin remite con un montón de pelos cortos y duros, como los de las cejas, en su interior. Tuve miedo porque las partes del cuerpo asustan más que el cuerpo entero. Esto fue un lunes, creo. El viernes de la misma semana, cuando firmaba ejemplares de mi última novela en una librería, se acercó una señora que me pareció rara sin saber por qué. Lo averigüé enseguida: llevaba las cejas completamente depiladas. Me puse en guardia, claro, por si se tratara de la loca que me había hecho llegar aquel regalo, pero ni hizo ni dijo nada sospechoso. A la semana siguiente recibí un sobre con fragmentos de uñas. Tuve miedo de nuevo por las razones señaladas más arriba.
Poco después, firmando libros en otro establecimiento, una mano con las uñas exageradamente cortas depositó un ejemplar sobre la mesa. Al levantar la cabeza, comprobé que la mano sin uñas pertenecía a la señora de las cejas depiladas, que tampoco en esta ocasión se portó de forma sospechosa. Durante los siguientes días abrí el correo con aprensión, por si me llegara una oreja, un dedo, un diente, un ojo de cristal... No hubo nada, lo que fue en parte un alivio y en parte una decepción. Me molestaba que la historia acabara así, inconclusa, como la mayoría de las historias reales. Entonces, pasados unos meses, cuando ya había olvidado el incidente, estaba tomándome el gin-tonic de media tarde en la barra de un bar, cuando se sentó a mi lado la señora de las cejas depiladas y las uñas cortas, que se había dejado crecer las unas y las otras. Me preguntó si tenía un cigarrillo y le dije que no. Me pidió la hora y le di una cualquiera, la primera que me vino a la cabeza. Molesta, se levantó y se fue. A los pocos días recibí un sobre en cuyo interior no había uñas ni cejas, no había nada. Y entonces sí que pasé miedo de verdad. El silencio es lo peor.
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