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Columna
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Julian Assange, Jesús de Nazaret

Estábamos comiendo en La Isla del Tesoro, un clásico de los restaurantes vegetarianos, en la calle de Manuela Malasaña. Habíamos llegado empapadas por una lluvia de la que nos refugiamos en el Café Comercial como si hubiéramos caído en un dejá vu de la adolescencia: quedábamos allí, en el Comercial, para ir a manifestaciones o a librerías o a camas imposibles y tristísimas. Y, creedme, siempre llovía. La misma lluvia, oscura, de las novelas centroeuropeas; la misma, caudalosa, de los relatos del boom: la literatura de la que nos empapábamos, con el ánimo como un bicho bola (y el alma, como una golodrina) dentro de nuestros jerséis oversize. Nos los comprábamos de hombre. Eso era los sábados, los domingos por la mañana, y aún faltaba todo el tiempo para que algo fuera posible, algo que aún era dado imaginar: la vida como una novela, como un relato, una aventura de Stevenson.

El 69069 gana un premio, que va a parar a los penitentes de la cofradía Las Cinco Llagas

Cuando escampó lo suficiente, ya en esta otra entrega, la posada del Almirante Benbow se había convertido en ese restaurante (aunque cuando nos fuimos quedó intacto, cual una nao defendida por el Capitán Smollett) y la Colina del Catalejo o las Tres Cruces, en cuscús de verduras y canelones de boletus. Saboreábamos garbanzos mientras abríamos los regalos que Alejandra nos trajo de Morelia, capital del Estado mexicano de Michoacán: calaveras pelirrojas con parajarita y purpurina. Nos hablaba de chinos que cruzaron aquel charco a finales del siglo XIX, de comunistas que atravesaron serranías en los cincuenta y los sesenta del XX. Nos cuenta que los narcos campan por las autopistas y avisan de las horas en que los vecinos no deben salir de casa porque habrá, los llaman, enfrentamientos con las autoridades. Y la gente no sale. Dejan los avisos en los buzones de los portales, como cuando aquí van a cortar temporalmente el agua para arreglar una avería.

En esa penumbra que acoge con el sigilo de un lugar fuera del mundo, contamos nuestros secretos familiares. Porque la Navidad acecha. Esta es distinta: ha habido muertos, crisis, despidos. Hacemos bromas, aunque hay incertidumbre. Y, en ese momento, se acerca a nuestra mesa un hombre casi anciano, menudo, enjuto, con el pelo muy blanco. Lleva en la mano unos décimos de lotería, que nos ofrece, pero preferimos uno como el que vemos prendido en su solapa, que acaba en 69. Lo compramos y lo decimos: que somos unas horteras y hemos picado en el número anzuelo. Nos reímos. Algo parece ir bien, no obstante inscrito en tanta confusión. Y como el 69, en términos matemáticos, es un número que tiene las mismas posibilidades de salir que cualquier otro, aunque no lo aparenta, al día siguiente, en el sorteo de Navidad, el 69069 gana un premio, que va a parar a los penitentes de una cofradía de nombre Las Cinco Llagas y desata en los medios una guasa de tintes eróticos. Emulo a la Letizia en cuyos labios pudo leerse, ante el altar principesco de su boda: "Es todo tan hermoso"; y pronuncio, periodística: "Es todo tan confuso". Tanto, que transcribo estas palabras pero aún estamos en ayer, antes de que cantaran los niños de San Ildefonso en el Palacio de Congresos, después de que nos calara una lluvia traída de los setenta, mientras comíamos en Malasaña aunque pareciera que navegábamos en La Hispaniola y Long John Silver, El Largo, fuera a arrancarnos el Gordo de las manos.

Es todo tan confuso que, al volver a casa, compro una botella de vino dulce Santa Julia, cuando lo que falta es leche de soja para el café. Tan confuso que ahora sí estamos en hoy y toca la lotería en Saldaña, un pueblo en el que últimamente pasa todo pero del que no puedo hablar porque es palentino en vez de madrileño. Tan confuso que el Congreso tumba la ley Sinde y no sabemos qué pensar. Tan confuso que me paso la tarde llorando delante de la pantalla de mi laptop y enviando donativos como una chica yeyé, o sea, de la Cruz Roja: niños que desfallecen en África, apestados por el cólera en Haití, galgos en los huesos en Ciudad Real, gatos ahogados en Fuengirola. Tan confuso que acabo cenando con un cónsul de Kazajistán. Tan confuso que nos vamos a Chicote a tomar una copa y alguien dice a mi lado: "Julian Assange es el nuevo Jesús de Nazaret". Me los imagino a ambos, arremetiendo contra los mercaderes: "Visa, MasterCard, PayPal o el Banco de América son instrumentos de control al servicio de la Casa Blanca", dice Julian en Le Monde. "Han convertido mi casa en una cueva de ladrones. ¡Corruptos!", dice el evangelista Juan que dijo Jesús. Y empiezo a preguntarme por qué habrán aparecido los informes de Wikileaks justo en este momento, cuando se desmorona nuestra historia reciente. Y como Wikipedia dice que Wikileaks "se describe a sí misma como una organización fundada internacionalmente por disidentes chinos, así como por periodistas, matemáticos y tecnólogos de empresas", vuelvo a pensar yo también en chinos y en periodistas y en matemáticas y en empresas. Como si siguiera intercambiando regalos en La isla del tesoro. Como si esta lluvia no fuera un dejá vu ni esta vida una aventura de Stevenson.

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