La carta robada
Es más que curioso que en un momento en que todo el mundo dice que ya no se escriben cartas se escriban tantas novelas con cartas. No seré quien tire una piedra contra esa tendencia, aunque nadie habría podido predecir en el año 2006, cuando yo mismo utilicé el molde epistolar en una obra de ficción, que eso iba a convertirse en una modalidad narrativa. La carta real sigue existiendo en cualquier caso, pues cartas son a mi juicio los correos electrónicos que nos cruzamos, sobre todo si se pone un poco de esmero en su redacción; hay que reconocer, sin embargo, que personas cultas que se cartean de tal forma no corrigen su ortografía cibernética, como si el modo de comunicarse a través de la Red diera bula a los usuarios para descuidar el idioma, cometiendo faltas garrafales.
Hay envíos postales que nos gusta mantener y usar, por no hablar del rito de mojar con la lengua un sello
Hace tres días firmé un manifiesto en Cibeles en defensa de la existencia y la circulación de las otras cartas, las cartas de toda la vida. Pasaba yo con prisa observando atónito el apagado edificio central de Correos, que ya no sé si es que sigue en obras de reconversión lujosa o no dispone de fondos municipales para iluminarlo; alguien me requirió amablemente y me detuve ante un puesto con banderolas y pancartas. ¿La noble causa del pueblo saharaui? ¿La petición del cadalso para los controladores aéreos? Ni una ni otra. Se trataba de un grupo de empleados de Correos reivindicando la causa postal. Leí el breve manifiesto, puse mi nombre, mi DNI y firmé. ¿Servirá de algo?, me preguntaba esa misma tarde al volver a casa. Vivo enfrente de una estafeta de Correos estratégicamente situada, que, como un padre solícito, he visto no nacer pero sí crecer, desde que era pequeña y poco aireada hasta convertirse en una oficina robusta, crecida y llena de energías personales. Daba gusto, y no hace tanto de eso, ver las ventanillas atendidas por no menos de ocho empleados, así como el bullicio en la espera, entonces no tan larga, de los clientes. Hoy languidece, y sus propios trabajadores se lamentan. ¿Hay vida futura para este servicio público?
En el panfleto que recogí al firmar en Cibeles el otro día se dice que el Estado tiene planes de renunciar a su financiación, recortando las inversiones en más del 50%. Se denuncia también, aunque eso no es, por desgracia, exclusivo de Correos, el masivo recorte de empleos (más de 7.000 contabilizados), la creciente deficiencia en la prestación a los ciudadanos (con amplias zonas geográficas del país y de muchas ciudades sin reparto domiciliario), y, lo que es peor -como signo imperante de los tiempos que corren-, la entrada en ese organismo estatal de operadores externos que, según dice ese comunicado firmado por todos los sindicatos que representan a los trabajadores de Correos, se llevarían "la crema del mercado con solo una aportación simbólica" a las finanzas del servicio postal. Un "servicio postal universal", lo llaman los promotores de la protesta, y me gustó el carácter mundialista y utópico de dicha frase.
Entiendo bien, aunque apenado, que para el amor o para la patronal Correos está un poco obsoleto. Los enamorados se mandan esemeses tórridos y sentimentales, que llegan en un instante al corazón del ser amado, y los despidos son tan rutinarios que muchos empresarios ni se molestan en escribir las preceptivas cartas. La peripecia del escamoteo de unas misivas que cuenta Edgar Allan Poe en uno de sus relatos más deliciosamente enrevesados, La carta robada, sería hoy más difícil, pese a que los motivos espurios que relata Poe, donde se mezclan la alta política y la intriga, no han desaparecido del mundo, como vemos todos los días en la sección fija que este periódico saca de Wikileaks, más truculenta a veces que la de sucesos.
Ahora bien, la gente llena a todas horas del día (el servicio postal tiene, como El Corte Inglés, jornada continua, otra bendición añadida) la estafeta que hay enfrente de mi casa, en la que sus empleados tratan de cumplir con la mejor voluntad su trabajo, en un contexto hostil de reducción de personal y amenazas de futuro. Habrán desaparecido ciertos tipos de cartas de papel, es verdad, aunque la necesidad de comunicarse a través de intermediarios no se ha atenuado; yo vaticino que podría incluso aumentar por efecto, uno de los pocos efectos benéficos, de la manida crisis. No volverán los correos del zar a cruzar la estepa, seguramente, ni tampoco la figura deseada del cartero que llama dos veces a nuestra puerta con la saca llena. Pero hay otros envíos postales, giros de dinero, paquetes de ayuda o regalo, certificaciones y cartas urgentes que nos gusta mantener y usar, por no hablar del rito ancestral de mojar con la lengua un sello y pegarlo a un sobre.
Y hablando de los sellos, yo que no soy filatélico, ¿es una paradoja o un síntoma alarmante que ahora que el culto a la personalidad ha desaparecido del sello postal, no teniendo el usuario que ver la cara fláccida de Franco o el perfil borbónico encima del valor en pesetas o euros, ahora que Correos ilustraba con monumentos, cuadros hermosos y ejemplares de la fauna y la flora sus estampillas, ahora, precisamente, quieran cargarse todo eso?
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