ERC: problemática equidistancia
Los supersticiosos podrían considerarlo un maleficio, pero es pura y simple sociología electoral: durante toda su historia moderna, Esquerra Republicana se ha movido en el espacio intermedio entre los campos gravitatorios de los dos grandes planetas del sistema político catalán, CiU y el PSC, y siempre que, acercándose demasiado a uno de ellos, ha quedado atrapada en la órbita de este, ello le ha reportado unos resultados electorales catastróficos. Entre 1980 y 1988, una legislatura actuando de salvavidas del Gobierno minoritario de CiU y luego tres años más como guinda de un Pujol ya provisto de la mayoría absoluta hicieron caer a ERC desde el 8,9% al 4,1% de los votos (de 14 a 6 diputados). Entre 2003 y 2010, dos mandatos en el seno de Gobiernos compartidos con -y presididos por- el PSC han desembocado en un descalabro de parecidas o mayores proporciones: del 16,4% al 7% de los votos, y de 23 a 10 escaños.
Los desertores de CiU no pedían más izquierdismo, sino más firmeza nacionalista e incluso algunos más seriedad
Se argumentará que esta difícil posición entre Escila y Caribdis resulta consustancial al partido de Macià y de Companys -recordemos: el caudillo independentista y el abogado izquierdista-, a una fuerza edificada desde 1931 sobre la encrucijada entre el nacionalismo más o menos radical y un progresismo abigarrado pero innegable. Es muy cierto, mas ello no debe impedirnos analizar cuál ha sido, a lo largo de estos últimos tres lustros, la dosificación entre aquellos dos ingredientes y su distinta importancia para dirigentes, militantes y electores de la veterana formación política.
En 1996, a raíz de la marcha de Àngel Colom, pero a la vez culminando una operación de entrismo iniciada 10 años antes, tomó el control de ERC una heterogénea alianza de personas y tendencias cuyo denominador común era proceder de grupos extraparlamentarios independentistas, sí, pero a la vez marxistas o marxistizantes: el PSAN, el Bloc Català de Treballadors, Nacionalistes d'Esquerra, el Moviment de Defensa de la Terra, Catalunya Lliure, etcétera. La revolución cultural que ello suponía se tradujo en un gradual acercamiento a las izquierdas convencionales (PSC e ICV), pero ni impregnó a toda la militancia, ni mucho menos al grueso de un electorado al cual se le vendía equidistancia y que, por otra parte, no iba a crecer de modo significativo hasta 2003-2004.
Fue entonces cuando se produjo el gran equívoco. Varios cientos de miles de electores catalanistas, indignados por la sujeción de CiU a un PP ebrio de mayoría absoluta, decidieron castigar la tibieza de una y la arrogancia del otro votando a Esquerra. ¿Por su audaz programa social y económico? No, claro. Por ese desparpajo nacionalista que suscitaba la incomodidad convergente y la furia aznarista. Nótese cómo la histeria del PP contra el "separatismo" de ERC y el crecimiento electoral de esta fueron paralelos y culminaron en el mismo punto: marzo de 2004.
El equívoco estuvo en que la cúpula republicana (toda: Carod, Puigcercós, Ridao, Huguet, Bonet...) decidió servirse de esos votos nacionalistas para cimentar, con quienes no lo eran, una problemática mayoría de izquierdas. Hasta 2006, la apelación a la alternancia y el nuevo Estatuto proveyeron cierta coartada. Insistir en la fórmula otra legislatura, bajo peores condiciones, rayaba ya en la temeridad, como se ha visto el 28-N. Si, según cálculos razonables, ERC ha perdido 200.000 votos hacia CiU, Laporta y Reagrupament sin arrebatarle ninguno al PSC o a ICV, parece obvio que esos desertores no pedían más izquierdismo social o medioambiental, sino más firmeza nacionalista. Algunos también demandaban más seriedad.
Pero la apuesta estratégica por el tripartito, la repetida decisión de primar el eje ideológico sobre el identitario, fueron tan unánimes que a ver quién admite ahora la magnitud del error y propone rectificarlo a fondo. Desde luego, la solución no pasa por acabar con el asamblearismo congresual: si el aparato no lo logró en julio de 2004, cuando ERC tocaba el cielo con los dedos, menos lo conseguirá ahora, tras el peor resultado desde 1988.
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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