Las sombras de un aniversario
El 32º aniversario de la Constitución ha carecido de la temperatura emocional que su conmemoración merece. Tal vez los años transcurridos difuminen su éxito histórico como instrumento para proteger los derechos y libertades ciudadanos, garantizar la alternancia pacífica en el poder y construir un sistema democrático. O quizás también cuente que la norma fundamental no haya sido reformada en sus partes anacrónicas o deficientes ni tampoco dé cabida a realidades posteriores a 1978, como el ingreso de España en la Unión Europea o el desarrollo del Estado de las Autonomías. Durante tres décadas la Constitución ha sido enmendada una sola vez para adecuar su artículo 13.2 al mandato del Tratado de Maastricht de 1992. O bien a las Cortes Constituyentes se les fue la mano al fijar los requisitos exigidos para la reforma, o bien los dos grandes partidos de ámbito estatal -únicos capaces de reunir el quórum parlamentario para llevarla a cabo- han incumplido por omisión su deber de guardar y hacer guardar la Constitución.
La resistencia a la reforma expresa de la Constitución promueve su mutación fraudulenta
La protección dispensada a la herencia legada por el poder constituyente trata de impedir su apresurada dilapidación por los poderes constituidos mediante los estrictos mecanismos procesales de revisión constitucional. En cualquier caso, el amplísimo consenso alcanzado en 1978 para aprobar la norma fundamental no parece repetible a la hora de modificarla. De las dos variantes previstas por el texto constitucional, la revisión (artículo 168) afecta a los basamentos del ordenamiento político, los derechos fundamentales y libertades de los ciudadanos y la Corona; su itinerario es un auténtico viacrucis: aprobación de la iniciativa por los dos tercios del Congreso y del Senado, posterior disolución de las Cortes, ratificación de la propuesta y posterior sanción del nuevo texto por las Cámaras recién elegidas con el mismo quórum, preceptivo referéndum de ratificación. Y aunque la variante aplicable al resto de la Constitución -la reforma (artículo 167)- resulte menos abrupta, la cuesta a escalar es también muy empinada: aprobación por los tres quintos de cada Cámara y un referéndum facultativo de ratificación si lo pidiera una décima parte de los senadores o de los congresistas.
Durante su mandato presidencial (1996- 2004), Aznar puso pies en pared en defensa de la intangibilidad hasta la última coma del texto de 1978. Tras la victoria de Zapatero, la propuesta socialista de reforma constitucional para convertir el Senado en una verdadera "Cámara de representación territorial", suprimir la preferencia de varón en la sucesión al trono, incluir la denominación de las comunidades autónomas y establecer la forma de recepción del proceso de construcción europea fue tajantemente rechazada por el PP de Rajoy con un sonoro portazo.
Pero el diablo arrojado por la puerta siempre termina regresando por la ventana: aunque la Constitución no sea reformada de manera expresa mediante los procedimientos establecidos en su texto, se están registrando intentos para hacerlo de forma implícita a través de una interpretación falseadora del significado de sus contenidos. Así ocurrió con el nuevo Estatuto de Cataluña de 2006, aprobado por una coalición de socialistas y nacionalistas; una sentencia dictada por el Tribunal Constitucional el pasado junio expulsó del ordenamiento jurídico 14 preceptos del texto estatutario y reinterpretó en sentido constitucional la letra de otras varias decenas -llevados o no al fallo- con el objetivo conciliador de no tener que anularlos de forma explícita.
Todavía más preocupante es que socialistas y populares hayan resuelto de común acuerdo hacer decir a la norma fundamental lo que su articulado no afirma, bloqueando al tiempo la posibilidad de interponer ante el Constitucional unos recursos reservados de hecho a sus grupos parlamentarios a causa de su elevada representación en las Cámaras. La ley aprobada por PSOE y PP hace unas semanas falsea la lectura literal del artículo 159.3 al reducir la duración del mandato de nueve años de los jueces constitucionales mediante el procedimiento de restarle los retrasos producidos en su designación por culpa de alguno de los dos partidos. (Para mayor escarnio, el PP fue el responsable de la demora en la renovación de los cuatro magistrados correspondientes al Senado que se halla en el trasfondo de esa ley inconstitucional). Si esta interpretación fraudulenta de la norma fundamental maquinada para eludir su reforma fuese convertida en conducta habitual de socialistas y populares, la Constitución terminaría siendo un juguete roto abandonado en la cuneta a la espera de un digno entierro.
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