Una diva llegó de Oriente
Albricias. Tenemos diva nueva de sangre tamil y enormes dotes a la hora de excitar la secreción colectiva de adrenalina. Se llama M.I.A., es una londinense con orígenes en Sri Lanka, luce una sudadera de lentejuelas rojas y doradas y se siente tan arraigada con la generación 2.0 que salpica el escenario de tarimas con el símbolo de la arroba. Todo muy moderno, oiga.
Atormentados por no saber aún si Lady GaGa nos llegará el domingo vestida de solomillo a la pimienta o de viuda negra; aterrados porque la intérprete de Alejandro nos coincide en día y hora con el macarreo bailongo de Ke$ha (que ya es mala suerte), y nerviositos perdidos ante el inminente advenimiento de Cher, la operadísima e incombustible damisela, en la gala de Los 40 Principales, no había mejor manera de calentar motores que con otra diva joven, disparatada, estrafalaria, sobrada de revoluciones. Y adscrita a las filas del exotismo, que siempre computa doble.
Casi dos mil asistentes dieron el mejor recibimiento a la sacerdotisa
La joven Mathangi Arulpragasam es abrumadora e implacable
Así las cosas, no quedaba más remedio que pronosticar una gran entrada en La Riviera: casi dos mil asistentes brindaron el mejor de los recibimientos posibles a Mathangi Arulpragasam, nombre civil de esta sacerdotisa indobritánica que, desde hace seis temporadas, tiene por oficio incendiar las pistas de baile de medio mundo. Anoche también convirtió la ribera del Manzanares en una inmensa orgía de neón, con las letras de su tercer y reciente álbum, Maya, titilando desde el techo a velocidad endiablada.
Como corresponde a estos rituales iniciáticos, la pequeña gran dama se hizo de rogar. El auditorio hubo antes de someterse a 20 inapelables minutos de sesión house a cargo de la pinchadiscos Alma, encargada luego de disparar todas las ráfagas sonoras que nos avasallaron durante la velada. Y al minuto 21, por fin, sonaron los primeros compases de World town ("las manos arriba, las pistolas abajo") y la hermosa y diminuta Arulpragasam hizo su entrada triunfal.
El resto fue un acelerado y anfetamínico baño de masas. M.I.A. permaneció tres temas parapetada tras sus gafas oscuras y gorrito de aviador, pero, cuando quisimos darnos cuenta, se las había ingeniado para cruzar la sala y abordaba la interpretación de Tequilla encaramada a esa barra central de las infames palmeritas. No concedió un segundo de tregua, cierto, pero dosificó sus fuerzas: 43 minutos hasta la interrupción, cuatro bises y todos contentos. Tampoco era cuestión de incurrir en la redundancia.
La joven Mathangi es abrumadora e implacable, pero sorprende que en su acercamiento al dance, el hip hop y la electrónica tenga tan escasa presencia su código genético. Sus discos son buen reflejo del bullicio en las calles londinenses o de Los Ángeles, pero apenas hay atisbo de banghra ni de las clásicas ragas de la música india. Pese a la hermosa tonalidad tostada de su piel y las penalidades vividas durante la infancia -cuando su padre se jugaba el pescuezo como cabecilla de la rebelión tamil en Sri Lanka-, M.I.A. ejerce un liderazgo perfectamente globalizado.
La traducción de todo ello al directo es amena, sí, pero no por motivos estrictamente musicales. Casi todos los temas cuentan con el refuerzo de alguna proyección audiovisual, en ocasiones magníficas: la inmensa pandilla de raperos en tonos rojos y azules que brincan como posesos durante Bamboo banga o las siluetas verdes de bailarines que amenizan Muscle zombie, por ejemplo. Añadamos la presencia en escena de dos mozalbetes bailongos con unas cuantas características en común: el sombrerito moro, los pantalones con una pierna blanca y la otra negra, sus cinturas de anguila y una acreditada capacidad de sufrimiento en el gimnasio.
Escurridiza e hiperactiva, M.I.A. terminaría lanzándose entre el público y exacerbando el punto primero, y casi único, de su programa electoral: bailen, suden, salten, exorcicen los demonios y disfruten como posesos. El tramo final resultó particularmente vitamínico, con una salvaje Born free en la que toda la sala se tiñó de rojo, como si nos llovieran inmensos goterones de sangre. Para la despedida quedaba aún la gran baza de Paper planes, célebre desde su inclusión en la banda sonora de Slumdog millionaire.
La chavalería abandonó La Riviera exhausta y eufórica, revitalizada para unos cuantos días de crisis pertinaz. Pero queda la duda de si esta fulgurante diva oriental no ofrece más de lo mismo. Por mucho que en ocasiones se sitúe tras un atril repleto de micrófonos, como si se dispusiera o ofrecer una multitudinaria rueda de prensa global, da la impresión de que su discurso fuera algo limitado. En eso también es buena representante de su tiempo.
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