Dos obras maestras de Pierre Michon
Hay que saludar la aparición en España de dos nuevos libros de Michon, que guardan con otros anteriormente editados en español una relación fraterna, pues si Abades parece emparentado con Mitologías de invierno y El último emperador de Occidente, la novela Los once está emparentada con Rimbaud, hijo.
Como en El último emperador de Occidente y otros relatos anteriores y posteriores, Michon aborda en Abades un tiempo fronterizo, si bien ya al final del mismo: el año 1000, cuando surgieron las primeras hermandades de benedictinos. En este asombroso relato configurado como una pequeña trilogía asistimos a la rehabilitación titánica de la isla de Saint-Michel y su monasterio y conocemos al sorprendente abad Èble, en el que se concentra todo el poder y todo el horror y todo el temblor de la Edad Media. No menos seductor es el personaje que reina en la segunda parte del relato: la amazona Emma, de vida heroica y estremecedora. En la tercera parte de Abades regresamos el monte Saint-Michel, tras haber hecho un recorrido por esa Edad Media tan peculiar de Michon, esmeradamente construida a partir de la herencia histórica, literaria y pictórica, con resultados siempre resplandecientes. En Abades abundan los momentos deslumbrantes que recuerdan los detalles no menos deslumbrantes de los libros de horas medievales, y como otros relatos de Michon, se trata de un acercamiento a la intimidad más clara y oscura de la naturaleza humana.
Los once / Els Onze
Pierre Michon
Traducción de María Teresa Gallego / David Ilig
Anagrama / Club Editor. Barcelona, 2010
144 / 120 páginas. 14,50 euros
Abades
Pierre Michon
Traducción de Nicolás Valencia
Alfabia. Barcelona, 2010
99 páginas. 16 euros
A pesar de los temas que trata y de lo cargados que están sus relatos de cultura literaria, no debemos colocar a Michon en el territorio explícito de la metaliteratura. Ni Abades ni Los once son propiamente metaliteratura, por la mucha vida que sintetizan en todo momento, y por lo mucho que se adentran en la injusticia, la maldad histórica, el azar como una forma de destino nunca igual a lo que deseábamos, a menudo ni siquiera remotamente parecido...
El recurso narrativo que emplea Michon en Los once es muy ondulante y lleno de reflejos, que se deslizan de una a otra situación como los reverberos de la luz sobre las crestas de las olas. Circunstancia que nos permite ver los problemas y las figuras desde diferentes ángulos y que convierte Los once en una pantalla transparente que cubre un amplio espectro de un momento capital de la historia de Francia, casi sin que nos demos cuenta, simplemente cambiando de perspectiva. El ángulo de visión altera el producto, viene a decir siempre Michon.
Abordando el tema desde una exquisita erudición histórica que le permite, como a Borges, toda clase de ironías, Michon inventa en Los once un pintor, sus antepasados, su familia, y un cuadro memorable pintado por ese pintor que lleva el título de Los once y que se halla presuntamente en el Louvre. El cuadro muestra a los once "reyes" de la baraja del terror y del periodo más atroz de la Revolución Francesa, entre ellos Saint-Just y Robespierre. Curiosamente todos menos uno eran escritores y todos menos uno habían hecho obras de ficción, si bien sin demasiada fortuna. Asombran las realidades que vemos a través de ese cuadro inventado de un pintor inventado, la vida y la muerte que se deslizan tras él, la vida y la muerte configuradas y centradas en el universo de las diferencias, en el abismo que ha separado y separa las clases sociales, y en la conciencia "de lo injustamente repartidas que están las decencias fundamentales al nacer", como decía el narrador de El gran Gatsby. El que olvide este aspecto en la obra de Michon habrá olvidado uno de sus leitmotivs y uno de los elementos que más contribuyen a hacer de las narraciones de Michon mosaicos llenos de facetas. El mejor ejemplo de ese proceder es el materializado en Los once: con cada nueva perspectiva, la narración gana en variedad e intensidad, y a pesar de tratarse de una novela que no llega a las 140 páginas, la impresión del lector al acabarla es la de que ha leído una obra más larga, donde la densidad queda aligerada por un sabio efecto de ondulación.
Nos hallamos pues ante dos narraciones profundas, intensas y apasionantes, para leer con placer y sin prisas, disfrutando de cada frase, de cada secuencia, de cada idea, hijas de una escritura tan tensa como serena, y tan decididamente rara en nuestra época.
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