Desórdenes
El insomnio consiste en permanecer despierto mientras la realidad sueña, ronca o se mea en la cama (a veces te sueña, te ronca y se mea sobre ti). Un ojo abierto a las cuatro de la mañana, observando las sombras del techo, es como un grumo insoluble del día en medio del puré de la noche, un coágulo de abajo en el arriba, un cuajo de vida en la muerte, un núcleo de vejez en la infancia, un ramalazo de inteligencia en la estupidez... Imaginemos un trozo de noche atravesando el día. Hace poco, en un autobús de Madrid, a las dos de la tarde, un hombre ecuatoriano de mi edad dormía profundamente en el asiento de enfrente. Dormía y dormía pese al ajetreo circundante, pese a los frenazos, pese al estruendo procedente de la calle. Lo observé hasta que llegamos al final de la línea, donde nos levantamos todos menos él, que tuvo que ser despertado por el conductor.
Esa noche, durante el insomnio de las cuatro de la madrugada, intenté imaginarme a mí mismo durmiendo, de día, en el asiento de un autobús que atravesaba una ciudad extraña, lejana, quizá hostil. Mecido por esta idea, caí al poco en un sueño profundísimo del que me desperté no sé si al cabo de media hora o de tres años. El caso es que no me encontraba en la cama, sino en un autobús de Quito, adonde había viajado por razones de trabajo. Pasado el primer momento de perplejidad, y una vez que logré situarme en el espacio y en el tiempo, intenté averiguar cómo se había producido aquella rara articulación entre esos tres momentos tan distantes: yo en un autobús de Madrid, frente a un ecuatoriano dormido; yo, en la cama de mi dormitorio, insomne, recordando al inmigrante; y, de repente, yo, dormido, en un autobús de Quito. No lo logré, no supe qué había ocurrido. He ahí un grumo de desorden cronológico en medio del orden temporal al que estamos acostumbrados.
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