Por su propia seguridad, no se callen
Distintos acontecimientos han demostrado este año que contar la verdad y ejercer el periodismo independiente son actividades de alto riesgo. La reciente crisis del Sáhara, por ejemplo, ha puesto de manifiesto una cosa que ya sabíamos -la alergia que le produce a la clase dirigente marroquí la prensa libre- y otra que quizá no esperábamos: la complacencia de Gobiernos y organismos democráticos con un régimen que evita testigos incómodos cuando decide desmantelar un campamento en la antigua colonia española aunque esta no esté legalmente bajo su protección y/o Administración.
Corren malos tiempos para la información veraz y contrastada y sus enemigos, lamentablemente, no se limitan a ocupar altos cargos en el Magreb. Brad-ley Manning es un soldado estadounidense que lleva seis meses encarcelado acusado por el Pentágono de enviar documentos y un vídeo escalofriante a Wikileaks. En dicho vídeo, un grupo de militares estadounidenses ametralla desde un helicóptero a un grupo de personas desarmadas que caminaban por una calle de Bagdad en 2007. Los militares no solo mataron a 12 individuos e hirieron a otros tantos, (entre ellos dos niños), sino que festejaron la heroicidad con gritos de entusiasmo que herían casi tanto como sus balas.
La reacción oficial al trabajo de Wikileaks confirma el acoso a la transparencia informativa
El Pentágono, que nunca ha dado cuenta de algunas de sus acciones más polémicas ni tampoco de aquella matanza filmada en la que había, por cierto, un par de periodistas de Reuters, acusa a Manning de la filtración ilegal y de poner en riesgo la seguridad del Estado.
La seguridad es la coartada ideal para frenar la verdad. Marruecos, además de contar con aliados poderosos (Estados Unidos, Francia y España) también se ha aprendido la lección y ya está sacando a pasear el fantasma del terrorismo para seguir controlando el Sáhara. A favor de la seguridad, los ciudadanos soportan largas colas para ser cacheados y registrados como presuntos terroristas en cualquier aeropuerto del mundo y en nombre de la seguridad, el Pentágono clama contra la publicación de los documentos confidenciales que Wikileaks ha ido liberando sobre la invasión de Irak y la guerra en Afganistán. Las alarmas han vuelto a sonar a raíz de la nueva filtración, esta vez de 250.000 documentos del Departamento de Estado; la más grande de la historia, de la que EL PAÍS está dando cuenta.
Es verdad que algunos datos pueden poner en riesgo la vida de muchas personas. De ahí que las cinco cabeceras implicadas hayan seleccionado profesional y cuidadosamente los datos. Teniendo en cuenta los antecedentes y leyendo las primeras entregas, es, sin embargo, imposible evitar la sospecha. ¿No será que los Gobiernos temen en realidad que sus cuestionables prácticas queden descubiertas? ¿No será que han abusado de la confianza que les otorgaron los ciudadanos y contribuyentes y se extralimitan en sus funciones? ¿En nombre de qué y quiénes pide Washington a sus diplomáticos los números de las tarjetas de crédito de funcionarios de la ONU? ¿En bien de la seguridad de quién presionan a jueces y fiscales españoles (y estos colaboran) relacionados con casos como las torturas de Guantánamo o la muerte del cámara José Couso? ¿Qué tienen que ver la diplomacia y la seguridad con esa orden quizá legal pero insultante de indagar en la salud mental de la presidenta de Argentina?
Vivimos un espejismo que engaña nuestro discernimiento. Los medios dan cuenta de vez en cuando de este festival de la transparencia que llega, entre otras cosas, gracias a las nuevas tecnologías, a través de Internet, de las redes sociales y los teléfonos inteligentes. Todo ciudadano, vienen a decirnos, es un reportero en potencia. Se acabó el monopolio de los periodistas. Imposible ocultar una algarada estudiantil o una manifestación contra un Gobierno que se adjudica torticeramente unas elecciones, como en Irán.
La realidad es bien distinta. Y aterradora. Los Gobiernos más poderosos, como el chino, nos están demostrando que en Internet también hay fronteras y que la información es más controlable que nunca. Google, que creyó poder convivir con la censura china, ha tenido que tirar la toalla y ahora se plantea denunciar a China en la OMC en nombre de la libertad de movimientos de mercancías, dado que, probablemente, en nombre de la libertad de expresión tendría menos opciones de ganar la batalla.
La realidad es que Julian Assange, el fundador de Wikileaks, vive en la clandestinidad, perseguido por el Gobierno de EE UU y por unas denuncias de acoso sexual y violación que se destaparon justo cuando buscó refugio en Suecia para su organización en defensa de la transparencia. La realidad es que las airadas y amenazantes reacciones oficiales a la última filtración prometen dificultar enormemente el ejercicio de la libertad de prensa. Y la realidad es que mandatarios de medio mundo suspiran por un mundo sin periodismo independiente, como han demostrado este año China, Argentina, Venezuela, Brasil y Marruecos, entre otros.
"Por su propia seguridad, permanezcan asustados", advertía la megafonía de un aeropuerto en una viñeta de El Roto publicada por EL PAÍS a principios de año. Parafraseando a este gran opinador, cabría advertir por el contrario: "Por su propia seguridad, no se mantengan callados".
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