Yo estuve allí
En la memoria de todo melómano se almacenan conciertos buenos, algunos muy buenos, pero pocos, muy pocos, que merezcan el calificativo de inolvidables, de esos que quedan marcados con el indeleble "yo estuve allí".
Pues bien, desde el pasado viernes unas 2.000 personas repetirán con entusiasmo esa máxima: estuvieron allí, en el Palau de la Música barcelonés, la noche en que Jamie Cullum entró en erupción desbordando todas las expectativas, que eran muchas y muy positivas. El piano que estalla en la portada de su último disco se quedó corto, el del viernes fue bastante más que un concierto, y Cullum, mucho más que un animal de escenario irradiando una energía contagiosa y exultante.
JAMIE CULLUM
Palau de la Música. Barcelona, 26 de noviembre.
Jamie Cullum, en sus repetidas visitas, se ha ganado merecidamente un público fiel en Barcelona. En esta ocasión, lógicamente, el Palau se abarrotó hasta el órgano para recibirle. Y Cullum, que no conocía el local, se quedó, ya en la prueba de sonido, atrapado por la magia del escenario modernista. Ya nada fue igual: el británico salió totalmente entregado, como poseído por una fuerza sobrenatural, ni siquiera sus canciones más conocidas sonaban igual, eran auténticos cañonazos que el público recibía en estado de éxtasis. La retroalimentación entre el escenario y la platea (esa noche formaban una sola cosa) alcanzó cotas máximas, con cada tema la entrega de Cullum era mayor y la respuesta del público más entusiasta.
La compenetración alcanzó su momento álgido cuando todos los músicos se situaron en el centro de la platea rodeados de un Palau enfebrecido para ofrecer sin amplificación una memorable versión del ellingtoniano Caravan. Ahí se inició una brillante recta final para la que haría falta inventar nuevos adjetivos. El público acabó de pie, bailando, gritando y jaleando a un Cullum que derramó lágrimas de emoción sobre su piano (y de cerca no parecían ni preparadas ni hábilmente interpretadas).
En el mundo del pop y del jazz actuales hay mejores pianistas que Jamie Cullum, también mejores cantantes, no es un gran compositor y su apariencia de hooligan adolescente no hace que inspire confianza (y más cuando va seguido de tres fotógrafos que, se supone que formando parte del show, no cesan de inmortalizar hasta sus mínimas muecas). Aparentemente no destaca en nada, pero apareció sobre el escenario del Palau y el mundo cambió a su alrededor. Cantó, tocó el piano, lo aporreó, se subió encima, saltó, bailó, se desgañitó y hasta fue capaz de hacer cantar al público por secciones sin que sonara kumbayá. Si normalmente su entrega es total, apabullante, el viernes lo fue aún más. Probablemente Domènech i Montaner tuvo también su parte de culpa, pero lo cierto es que Jamie Cullum llegó al Palau como un gran artista y dos intensas horas después lo abandonó convertido en un ser de otra galaxia.
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